“Cómo enredar a dos personas que se atraen, pero no lo admiten”
Martes. Lluvia otra vez.
El cielo parecía una fotocopia de sí mismo: gris, opaco, sin matices. En la oficina, el clima no era mucho más claro.
Giovanna revisaba unos gráficos en la pantalla mientras, en el fondo, se filtraban risas. No cualquiera: la risa de Emilia. Esa risa estridente que no nace de algo gracioso, sino del deseo de que todos la escuchen.
Ella no levantó la vista, pero sus oídos no tuvieron escapatoria.
—¡Fabián, basta! ¡No me hagas reír, que no puedo con los abdominales de ayer! —y después, otra carcajada.
El tono de Fabián, grave y distendido, se coló detrás: demasiado familiar.
Giovanna respiró hondo. Muy hondo.
—¿Un café, Gio? —Emilia apareció de repente junto a su escritorio, impecable, con esa sonrisa afilada.
—Gracias, ya tengo.
—Oh, pensé que tal vez te vendría bien uno. Fabián y yo bajaremos, ¿te traemos algo?
Otra vez. Fabián y yo. Como si fueran una marca registrada.
—Estoy bien, pero gracias por la… amabilidad.
Emilia sonrió con los labios, no con los ojos, y se fue con el andar ligero de quien sabe que lleva ventaja.
El resto del día se repartió entre reuniones y silencios largos con Fabián. Cada tanto, él le lanzaba una mirada que duraba más de lo necesario. No decía nada. Pero sus ojos sí.
Al final de la jornada, el equipo planeó ir por unas cervezas. Emilia, por supuesto, lideraba la iniciativa.
—¿Y tú, Gio? ¿Vienes o vas a dejar a Fabián solito? —bromeó uno de los chicos.
—Voy —respondió ella sin dudar.
Fabián pareció sorprendido. Emilia también.
En el bar, las luces eran bajas y cálidas, el aire espeso de conversaciones cruzadas. Giovanna se ubicó en un extremo de la mesa. Fabián dudó un segundo y se sentó frente a ella. Emilia, pegada a él.
Rondas de cerveza, brindis por el nuevo cliente. Todo parecía camaradería… hasta que alguien dijo:
—Yo digo que donde hubo fuego… siempre quedan brasas. ¿No, Fabián?
Risas. Él levantó una ceja, incómodo.
—Depende del tipo de incendio.
—Ay, no digas eso, que una se ilusiona —intervino Emilia, con media copa de vino y la mirada enganchada a él como anzuelo.
Giovanna se refugió en su vaso. El hielo ya era agua.
La noche avanzó entre sonrisas educadas y evasivas. Fabián parecía dividido, como si quisiera acercarse, pero no supiera cómo. Emilia seguía marcando territorio con frases envueltas en terciopelo que escondían cuchillas.
—Cuando Fabián me ayudó con la presentación, fue un salvavidas… qué haría sin ti —dijo, rozando apenas su brazo.
Giovanna se levantó y fue al baño sin decir palabra.
Frente al espejo, se observó. Y por un momento, no supo qué pensar. No eran celos. O no quería llamarlo así.
Era esa sensación sorda de que el tiempo no se había detenido, como creía; que mientras ella vivía en otra ciudad, otra historia se escribía en su ausencia.
Al salir del bar, Fabián la alcanzó en la esquina de la calle.
—¿Vas sola?
—Siempre.
Caminó junto a ella unos pasos.
—Gio, ¿podemos hablar?
—Claro. ¿Quieres decirme que todo con Emilia es “solo trabajo”?
Fabián tragó saliva.
—No hay nada con Emilia. Solo intenta… no sé, jugar. Y yo he sido torpe, lo sé.
—¿Y entonces qué quieres que piense?
Él se quedó en silencio.
El viento helado agitó su cabello. Sus ojos brillaban, no por las lágrimas, sino por ese enojo contenido que duele más que una pelea.
—Lo que quiero… —empezó él—. Es que no creas que, porque me tardé en contestar un mensaje, el mundo se volvió otro. No se volvió. Para mí, no.
Ella lo observó como quien mira el mar antes de decidir si se lanza o no.
—Entonces demuéstralo. No con promesas. Con acciones.
Se fue, dejando una mezcla de desafío y esperanza flotando en el aire.
Fabián se quedó viéndola alejarse. Y, por primera vez en mucho tiempo, entendió que tenía que ganársela.
Jueves. El cielo seguía empeñado en copiarse a sí mismo: gris sobre gris.
En la oficina, la mañana comenzó tranquila… hasta que Emilia apareció con la idea.
—Podríamos ir a almorzar todos juntos. Hay un nuevo bistró en la calle 8, dicen que la comida es espectacular.
Varios asintieron. Fabián también. Giovanna no dijo nada, pero Emilia, con esa falsa cortesía tan bien practicada, agregó:
—Claro que tú vienes, ¿no, Gio?
—Tengo cosas que adelantar —respondió ella sin levantar la vista.
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Editado: 03.09.2025