Merryl.
Me siento aquí todas las noches, mirando por la ventana, buscando una respuesta para mis propias inquietudes. Sabiendo lo que sé, ¿cómo puedo dormir con todos los secretos que ocultaremos para el resto de la humanidad? Me consuela el hecho de que lo que ocultaremos para la eternidad es solo un pequeño precio que pagar. Espero algún día poder perdonarme a mí y al resto.
La gente parecía animada en esa mañana. Corrían de un lado a otro con carretillas y herramientas. Con cajas de suministros y alimentos; y mucho más. Las voces de los adultos se mezclaban con los gritos de los niños que jugaban con demasiada energía. No importaba lo que pasara, todos estaban ocupados y alegres.
Y era por una simple razón: una nueva ciudad. Una que empezaba a tomar forma y color. Una que empezaba a tener un futuro brillante por delante. Los edificios estaban aún en obras, pero casi terminados en una buena mayoría. Muchas de las casas eran hermosas y robustas, construidas en ladrillo grueso y con tejados rojizos. Todas eran enormes, con ventanas de un cristal fino y chimeneas para evitar el frío.
Además de las casas, a lo lejos se podía ver un mercado. Quizás la primera obra en terminarse, después de todo, el comercio era de vital importancia para un nuevo sitio. Y no solo importaba por el beneficio económico, sino también para atraer a la gente. Nuevos mercaderes llegaban buscando una nueva vida; y junto a ellos miles de nuevas mercancías. Desde la ropa más exótica hasta las más caras especias.
Sin embargo, lo que más destacaba era un pequeño palacio en el centro de la ciudad. Pulcro e imponente, construido en varios pilares que sobresalían hasta los inmensos techos rectangulares y preciosos. Su fachada era soberbia, invitando a la gente a mantener el respeto, pero al mismo tiempo a no alejarse. Y eso era por quien habitaba allí.
Era el lugar de residencia del Alto Inquisidor, el mandamás del lugar; quien estaba a cargo de esta nueva ciudad. Un puesto importante dentro del imperio de Bellum. Era quien dictaba las normas, era quien dirigía a las personas. Era quien gobernaba una porción del territorio por órdenes directas del rey.
Para rematar lo anterior, detrás del palacio se podían ver las Montañas de los Gigantes. Una estructura rocosa inmensa que se extiende desde el norte del continente hasta el final de este. En lo alto de los picos se podían ver grandes masas de nieve que formaban los ríos. Las montañas son tan inmensas que se pueden ver incluso desde las islas alejadas del continente.
Entre el palacio y las montañas se generaba, sin dudas, la mejor de las vistas. Ambas combinadas mostraban poderío. Y delante de ambas, un par de figuras estaban de pie.
—El lugar ha cambiado mucho —dijo Merryl—. Si sigue así, estoy seguro de que llegarán lejos.
—Todo ha cambiado mucho este tiempo —respondió Celdrik, quien caminaba a su lado—. Creo que el mundo entero está cambiando.
Merryl era un cazador. Una orden antigua que regía en el mundo casi en su totalidad. Su trabajo era variado en el mejor de los casos. Proteger a la gente, en especial a los altos mandos de un reino; capturar a ladrones y criminales que representaban amenazas serias, ser guardaespaldas en algunas ocasiones. Pero, el trabajo más importante era cazar monstruos. O bueno, lo era hacía siglos.
A pesar de ya no tener que mantener los caminos libres de bestias y monstruos, los cazadores seguían siendo una parte importante y respetada de la vida diaria. Eran tan importantes que una de las pocas reglas básicas que debían seguir era una: no intervenir en los asuntos del reino. Se hacía para garantizar que los mismos no sucumbieran a la tentación del poder.
Merryl dio un paso hacia el palacio. Llevaba una chaqueta larga de color rojo por encima, y una serie de ropas negras por debajo. En su hombro izquierdo, la capa con el emblema de los cazadores ondeaba con orgullo. Su cara joven denotaba energía y entusiasmo.
A su lado, su amigo Celdrik lo miraba con una sonrisa. Llevaba unas gafas circulares que cubrían todos sus ojos. Tenía un cabello café y desmarañado. Su mirada jovial lograba enmascarar su edad. Aunque vestía una chaqueta de tela verde y unos pantalones cafés que dejaban ver la misma edad que trataba de esconder.
Ambos avanzaron hasta el palacio con paso alegre.
En la entrada, los dos guardias parecían aburridos. Solo estaban ahí, quietos y recostados en la muralla. Al ver a quienes se acercaban, se levantaron de golpe.
Ambos parecían algo inexpertos en su labor. Su postura y la forma en que sostenían sus armas dejaban ver aquello. Era una tarea apta para soldados iniciados o viejos. Fácil como para que cualquiera pudiera cumplirla.
Uno de los soldados detuvo a ambos visitantes con una de sus manos. Por lo que Merryl pudo ver a simple vista, era joven. Quizás unos veinte o veintiún años. Llevaba la armadura ligera típica de Bellum, unas piezas de metal de color blanco con un emblema de águila en el centro.
El soldado avanzó con inseguridad.
—Lo siento, nadie puede pasar de este punto —dijo con una voz débil. Miró a Merryl y a su capa—. ¿Es… un cazador?
Su compañero se movió hacia delante también. A diferencia del primero, este se mostraba más bravo y soberbio. Tenía una buena estatura, lo suficiente como para pasar por un soldado de carácter. Pero su mirada dejaba ver cierta compasión, una que era disimulada por una actitud un tanto altanera.
—¡Nadie pasa de aquí! —gritó—. Váyanse ahora.
—Pero venimos a ver al Alto Inquisidor por órdenes suyas —dijo Merryl, mientras sacaba una carta de uno de sus bolsillos. Estaba algo arrugada y maltratada—. Y yo que pensé que me iban a recibir como un héroe. O algo cercano a ello. Olvídalo, no soy un héroe —dijo mientras entregaba el sobre al soldado novato.
Este último recibió el sobre con algo de cuidado y reveló el contenido. Leyó durante unos segundos, como si le costara un poco.