Merryl.
La mañana era fría. Y acompañando al frío, una nube gris se extendía en todas direcciones, evitando el color de la esperanza.
Las calles de la ciudad parecían otra cosa. La alegría del trabajo fue reemplazada por la vista lamentable de las pocas personas que aún estaban en el lugar. Y la risa de los niños fue reemplazada por la melancolía.
Pocos eran aún los que quedaban en esas calles que jamás iban a ser terminadas. Entre todos los adultos cargaban cajas de madera con las pertenencias que se podían rescatar del lugar. Los niños ayudaban a los ancianos a desplazarse. Todos se movían de un sitio a otro sin esa chispa inicial. Sin la voluntad de seguir adelante.
Pero más allá de la falta de voluntad, había algo más. El odio. El odio contra la persona que les quito un futuro mejor. Y ese sentimiento era mucho más visible que cualquier otra cosa.
La noticia fue dolorosa. Cerbhall reunió a todos los habitantes en un solo lugar. Era una plaza en obras, una pequeña, pero lo suficientemente interesante como para pasar el día en ese punto.
La multitud se reunió a la hora acordada. El rostro de todos reflejaba la emoción. En general, todos creían que se iban a dar buenas nuevas, ¿por qué si no iban a reunir a todos en un solo lugar? Todos estaban equivocados.
Cuando el sol había pasado la mitad del trayecto, y el reloj de sol marcó la hora, Cerbhall apareció. Iba rodeado de cuatro guardias, dos por cada lado, y el propio inquisidor justo en medio. La seguridad era necesaria, ya que nadie sabía cómo iba a reaccionar la multitud.
Cuando Cerbhall se paró en una plataforma improvisada, miró a todos. Por unos momentos dudó con su corazón. Miró la cara de los niños, de las madres, de los hombres que le servían día a día trabajando de sol a sol. Miró a todas esas personas que confiaron en él. Miró todas esas sonrisas que iban a desaparecer en los próximos momentos.
A lo lejos muchas voces comenzaron a resonar. Alentaban a Cerbhall. Gritaban alabando su valentía, su honor y su integridad. Gritaban su nombre con puños en alto. Parecía que todos lo amaban. Y eso es algo complicado en un gobernante. Al final del día, era alguien distinto.
Cerbhall estuvo a punto de romperse, pero no lo hizo, no podía. En esos momentos tenía que ser fuerte y soportar el peso de sus obligaciones. No importaba lo que pasara, él tenía que ser quien diera las noticias.
Y lo hizo. Grito una vez, logrando que todos se callaran. En un principio solo los que estaban delante de él escucharon. Prontamente, Cerbhall repitió las noticias cuando todos guardaron silencio.
Por un momento, creyó que todos iban a maldecir su nombre. Que iban a comenzar los destrozos. Pero no pasó. Todos sabían a quién culpar. Todos sabían contra quién tenían que dirigir su ira; y no era Cerbhall.
Los gritos comenzaron contra el rey de un momento a otro. La molestia era clara. Y la ira lo era aún más. Cerbhall trató de calmar a todos, instándoles a que el proyecto se congelaría durante un tiempo, que todos podrían volver cuando la guerra terminara. Pero nadie creyó esas palabras, ni siquiera el mismo inquisidor.
Cuando los ánimos se calmaron, se dieron las instrucciones finales. Las caravanas iban a llegar en los días siguientes, y se iban a dirigir hacia todas las partes del imperio. Luego de eso, la gente se disolvió.
Poco a poco, pasó lo que se había dicho. Merryl vio a Brav marcharse en una de las primeras caravanas. Se despidió de Celdrik y Merryl justo antes de partir. Iba hacia el suroeste, hacia su antiguo hogar. Se supone que su familia lo iba a esperar, pero quién sabía si era cierto.
Por otro lado, en el transcurso de los días, Merryl no vio a Morth. Pensó que se había marchado sin decir nada. Esto lo decepcionó un poco, pero esperaba que hubiese aprendido algo de lo que ocurrió en los días anteriores.
Merryl y Celdrik salieron de la posada a primera hora. Caminaron entre las calles vacías hasta llegar a la plaza. El lugar estaba más animado que el resto de la ciudad, aunque no para bien.
Merryl se aseguró de prestar ayuda a todas las personas que podía. No había mucho que hacer, pero no podía dejar de ayudar. Y tenía que darse prisa en aquello, porque su caravana era la siguiente en salir.
Era extraño como nadie quería dirigirse a la capital. Solo unos pocos conformaban el grupo en el que viajaría. Unos pocos guardaespaldas, una anciana y el hombre que iba a encaminar a los animales.
Mientras Merryl y Celdrik caminaban hacia su transporte, encontraron a Cerbhall en la plaza. Estaba quieto, mirando cómo los últimos de los habitantes se preparaban para abandonar el sueño.
—Buenos días —dijo sin mucho ánimo.
Merryl saludó con un gesto de mano, a pesar de que su amigo no podía verlo. Celdrik se acercó por detrás, pero no dijo nada, pues no sabía qué decir.
Cerbhall se giró.
—Creo que fracasé —dijo cabizbajo.
—No has fracasado —lo alentó Celdrik—. Mantén la esperanza.
Cerbhall sonrió.
—Gracias. Aún no me rendiré —dijo con mejor ánimo—. Pero… esta carga ya es pesada para mis hombros.
—No estás tan viejo —bromeó Merryl.
—No empieces —dijo Cerbhall de forma genuina.
—¿A dónde planeas ir? —preguntó Celdrik al Inquisidor.
—Iré hacia el este, tengo unos amigos allí. Pero es probable que me llamen a mí también a la capital. El ejército ya se está quedando sin soldados jóvenes, y yo soy un antiguo general con mucha experiencia.
—Así que empezaran a convocar a la mayoría de los soldados de las periferias —afirmó Celdrik.
El ambiente había cambiado un poco, no obstante, aún no era tan serio como lo fue hace una semana en la oficina. Cerbhall estaba controlándose lo mejor que podía.
Los tres guardaron silencio durante un segundo. Era un poco difícil hablar en esos momentos.
—Recuerdas cómo nos conocimos, Merryl —preguntó Cerbhall de repente.