El Último Dios

Capítulo 2, parte 1: Exiliados: El otro lado de la historia.

Tak.

Leí alguna vez en un tomo que algunos exploradores y aventureros divisaron estas islas a la distancia. Las describieron con las palabras de atemorizantes y carentes de vida; y estando aquí en esta tierra muerta puedo entender dichas palabras. Es más, las comparto en su totalidad.

La ciénaga estaba cubierta por una espesa niebla que impedía parte de la visión. Las nubes grises y negras envolvían todo el cielo visible. Eran tan densas que el sol tenía dificultades para penetrar aquella capa.

Lo único que se distinguía eran los pasos húmedos sobre los charcos de agua y sangre que se habían combinado con la matanza de Furias y lluvia de la noche anterior. Todo se juntaba en un olor nauseabundo y pesado que colmaba el ambiente desolador de la isla, o mejor dicho, de las Islas.

Las Islas, como todos los habitantes del continente las conocen, eran un conjunto de tierras en el mar que se encontraban al final del continente mismo, junto al Gran Barranco y al Puerto del Fin del Mundo. En principio, las Islas funcionaban como un lugar de exilio. Esto en la época en que Bellum, «El Gran Imperio», había tomado posesión de todo el continente principal, salvo por la punta norte, que hasta en la actualidad no daba señales de vida humana. Estas eran las denominadas «Tierras Malditas».

Hace casi un milenio, Bellum expulsaba a las Islas a todos los que consideraba como amenazas para el imperio. Desde ladrones, asesinos y rebeldes originarios de las tierras que tomaban conquistadas. Incluso caían aquí soldados que les fallaban en combate.

El lugar fue escogido luego de que los exploradores lograran pisar por primera vez las tierras muertas de los alrededores. Las condiciones eran extremas. Las nubes negras y grises cubrían casi todos los días el cielo, provocando lluvias estrepitosas sin un orden lógico o aparente. Los vientos a veces alcanzaban tales velocidades que los campamentos no podían mantenerse en pie, e incluso los humanos eran empujados lejos si no había cuidado.

El mar, por otro lado, generaba corrientes extrañas cada cierto tiempo, lo que impedía navegar con precisión. Los árboles casi no albergaban vida alguna. Y la fauna local tenía un pequeño detalle extra: las Furias, pequeños monstruos de origen acuático. Sus cabezas eran análogas a la de una piraña en cuanto a estructura, pero sus ojos se extienden hacia los lados y por encima. Pequeños huesos se iban asomando desde la cabeza hasta la cola que poseían. A diferencia de un pez normal, estas cosas sí poseían patas, el mismo número que un perro; pero por delante tenían dos garras con un filo comparable al del acero. Por suerte, las criaturas, aunque feroces, resultaban inofensivas ante alguien con entrenamiento. Pero no dejaban de ser una amenaza, en especial en las noches más oscuras.

Todas las circunstancias hacían que las Islas fueran un lugar inhabitable. Por eso enviaban al exilio a las personas allí, porque no existía posibilidad de sobrevivir.

O eso creían en Bellum.

Dentro de los árboles muertos y grises, un grupo de personas se movía con pasos pesados que se hundían en el lodo. Sus figuras eran imponentes. Sus cuerpos estaban cubiertos de armaduras abolladas y en mal estado, que se mezclaban con pedazos de ropajes rotos. Venían en silencio. Uno que se combinaba con el ambiente, y que solo era perturbado por las salpicaduras del agua y los susurros del viento sombrío.

—¿Cuál es la misión esta vez, Tak? —preguntó la figura de una mujer que portaba dos espadas magulladas en cada costado de sus caderas. Tenía un cabello enmarañado y recogido. Sus ojos cafés giraron en dirección a la persona de su derecha.

—Es un pequeño grupo. Quizás unos treinta o treinta y cinco. Al norte, en la Playa Blanca —respondió la figura. Un hombre, alto y de cabello negro como el de la mujer. Portaba una gran espada en su espalda que aún conservaba su filo negro intacto, pero cuyo cuerpo se veía desgastado a lo largo.

—¿Treinta y cinco? —intervino otro de los hombres del grupo. Traía consigo un arco de roble, una madera que no se encontraba en las Islas. Su aspecto era mucho más cuidado que el arma de sus compañeros. El hombre llevó uno de sus brazos hacia su cabello café oscuro, casi negro, al igual que el de sus compañeros—. El Rey Bestia está enviando cada vez más soldados. Pronto enviará un batallón a conquistar esta isla, y cuando eso ocurra…

—Pues cuando eso ocurra, nosotros seguiremos aquí —intervino la mujer—. Así es la vida, Ert… Vas a tener que acostumbrarte a esta realidad algún día. Tú y todos nosotros moriremos. Da igual si es por viejos y decrépitos, o si tropezamos y caemos a un barranco; o si nos destripan las Furias del mar, o si morimos peleando contra el Rey Bestia o la Reina Cuervo. Da igual —sentenció la mujer, que cambió su ceño por uno más serio, pero aun sin alterar su tono de voz.

—Cielos, Amana —intervino la última figura masculina del grupo. Venía cubierto con una capucha marrón que apenas dejaba ver sus ojos cafés adornados con una cicatriz que cruzaba por debajo de su ojo izquierdo, extendiéndose casi hasta su nariz. Su cabello rojizo casi no se veía debajo de las sombras de su prenda. Portaba dos espadas desgastadas en su cintura, al igual que su hermana—. El crío fue expulsado hace poco, no sabe cómo es la vida en el exterior.

—Va a tener que aprender, Jest —respondió Amana, casi haciendo omisión a que la persona de quien hablaban estaba junto a ellos—. Y lo siento, pero la vida ya es dura al interior de las murallas de los poblados, aquí fuera es el doble de horrible, más para los exiliados como somos nosotros.

—Ya cálmense —intervino la figura más grande llamada Tak—. Me interesa poco su disputa en estos momentos. Ya estamos llegando.

El grupo guardó silencio ante las palabras de Tak, y avanzaron unos metros más entre los árboles. La niebla empezaba a disiparse poco a poco, y la visión de todos se aclaró. Al final de ese bosque sin hojas se veía una tierra cubierta casi en su totalidad por césped seco de un color verde oscuro. Un poco más allá, un barranco daba visión al mar pintado del color de las nubes.




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