Tak.
Tak abrió los ojos. Era la primera vez en mucho tiempo que dormía en una cama puesta sobre un catre. Hacía mucho que tampoco dormía en una habitación propia.
Durante la noche había (el grupo) llegado al campamento de la Reina Cuervo. Fue casi un evento. A pesar de las horas, el lugar estaba iluminado por las antorchas de muchos soldados que hacían las vigías nocturnas.
Desembarcaron en la Costa Negra, nombre que recibió luego de que el Ejército de las Plumas Negras lo tomara como su base. Caminaron unos minutos en los bosques muertos del lugar. Eran distintos. Eran mucho más baldíos que el de la isla de donde venían. Varias formaciones rocosas se levantaban por todos lados como pequeñas defensas naturales. Pero lo que más llamaba la atención era que había demasiados cuervos. Bandadas enormes de ellos sobrevolaban todo el cielo, como si fueran pequeñas manchas negras que se movían en piruetas y graznidos incesantes.
Cuando llegaron a la fortaleza, era, extraña. No sabían cómo describirla, porque Tak, ni el resto, alguna vez estuvieron en alguna. Era de madera, construida en troncos que se levantaban desde el piso formando una pared sólida y robusta. Estaba sobre una pequeña pendiente, lo que facilitaba a los vigías tener los alrededores custodiados a pesar de la oscuridad.
Cuando el grupo se acercó, pensaron que iban a intentar expulsarlos del lugar. Pero no fue así. La puerta se abrió cuando los vigías tocaron un pequeño cuerno. Desde dentro, una mujer alta y fornida apareció. Portaba una armadura negra en su totalidad que era adornada con plumas en sus hombros y espalda. Su cabello rojizo estaba entrelazado. No traía armas, y su mirada no reflejaba odio alguno. Se detuvo frente a todos, y los examinó. Esbozó una sonrisa cálida.
—Al fin llegaron —dijo con amabilidad—. Vamos, hacia dentro.
Todos se miraron con desconfianza, excepto Aswalt, quien sin decir nada entró a la fortaleza como si para él fuera normal. Todos con la misma desconfianza caminaron hacia dentro. Amana y Jest habían tomado parte de las empuñaduras de sus espadas. La mujer que los recibió lo notó, pero no hizo nada.
Dentro de lugar las antorchas iluminaban todo. Desde las casas hasta los caminos más alejados del poblado.
Algunos soldados comenzaron a aparecer desde las puertas de sus hogares. Junto a ellos estaban sus familias. Miraban a los que acababan de llegar. Tak y los demás pensaron que era una mala idea. Estaban rodeados y desprotegidos. Pero nadie tenía una mirada de odio en sus ojos. Solo eran miradas. La mujer entendió el desconcierto que se dibujó en la cara de todos.
—No vamos a matarlos —dijo explicando—: entendemos lo que hicieron.
—¿Qué se supone que hicimos? —preguntó Amana con mucho cuidado, y mirando a los alrededores.
—Defenderse —respondió la mujer con tranquilidad—. En estas tierras malditas todos sobrevivimos. Hacemos lo necesario para aquello. No los odiamos por haber matado a los nuestros, solo hicieron lo que tenían que hacer para seguir vivos.
—Eso no nos quita el estatus de exiliados —dijo Tak mientras el resto asentía con su cabeza—. ¿Por qué nos están recibiendo como si eso no fuera así?
—¿Su amigo no les explicó? —preguntó la pelirroja, mientras miraba confundida a Aswalt. Este miró y negó con la cabeza—. Bah, no importa. Durante el alba podrán hablar con nuestra reina. Ella les explicará todo lo que deban saber y responderá sus preguntas.
—Pero… —trató de preguntar Tak.
—Pero nada —interrumpió la pelirroja—. Llegamos a sus aposentos.
Frente a todos, una estructura extraña se levantaba una vez más, aunque no en el sentido literal. Lo que serviría como aposentos para la noche era distinto. Era la primera vez que veían una estructura de varios pisos y que se extendía hacia los lados. Era gris, como el color natural.
Las estructuras de las Islas, en general, no eran las mejores respecto a su calidad. Algunas casas se construían en piedra trabajada, otras se construían con simple adobe y la mayoría de madera podrida. Además, era común que todas se construyeran con formas y tamaños distintos. Sin contar que no existía planeación respecto a su ubicación dentro de los asentamientos.
En el campamento, las casas de alguna forma estaban construidas de forma similar. La mayoría de las casas eran de una piedra trabajada con techos de paja. Las casas tenían cierto sentido en su ubicación también, pues estaban al fondo del campamento, dejando un gran espacio con defensas. Era claro que buscaban que las personas que no eran peleadores pudieran escapar en el peor de los casos.
Así, todos vieron con asombro. Tak pensaba que era lo que en el continente se conocía como castillo.
—Es la casa común —dijo la pelirroja con orgullo—. Aquí vive nuestra reina. Pero está durmiendo, día difícil. Les mostraré sus habitaciones, y mañana, durante el desayuno, hablarán con ella. ¡Vamos!
Y así pasó la madrugada.
Tak seguía en la cama. Quiso quedarse recostado un poco más. Miraba el techo que tenía sobre sí. Se sentía extraño. La seguridad, la calidez de una manta, el ambiente; todo era distinto. Y por primera vez no estaba rodeado de algo que quería matarlo. Cerró los ojos unos segundos. Quería sentir esa extrañeza unos minutos más.
Se sentó en el borde de la cama. Cuando sus pies tocaron el suelo frío, también lo sintió distinto. Era el sentimiento de pertenecer a un lugar. Quizás las frías y difíciles noches en el exterior habían hecho que todo fuera diferente.
Levantó la cabeza y caminó hacia la ventana. Los soldados entrenaban, los niños jugaban y el resto ayudaba con tareas comunes. Incluso los ancianos ayudaban en las tareas más sencillas que sus cuerpos aún permitían realizar. Dio la vuelta, y tomó su ropa de la silla de madera sobre la que estaba. No vistió su armadura rota y desecha. Sintió que no era necesario.