Esquirla observaba desde una rama alta de uno de los inmensos árboles del reino. Su capa vibraba con el viento gélido, uno que nunca sintió en toda su vida. La advertencia era clara y sincera: debían alejarse. Pero para la mercenaria de Entia ya no existía la posibilidad. «El escape es para los valientes» solían decir algunos sabios del poblado donde creció sus primeros años. Ahora entendía con toda perfección esas palabras.
Las Tierras Malditas se encontraban delante de ella. Lúgubres, peligrosas, mortales y desconocidas. Todos sabían que adentrarse significaba la muerte; incluso, peor que aquello. Las historias de los pocos que se adentraron no podían bastar para marcar una línea de lo que se podía esperar dentro. La Orden de los Magos, junto a la Orden de los Cazadores, alguna vez buscó desentrañar el misterio. Las primeras cruzadas fueron financiadas por excéntricos mercaderes y gobernantes poderosos. Pero las primeras expediciones jamás volvieron. Con el tiempo, y con el auge en poder de la Orden de los Cazadores, una expedición partió con la esperanza de ser ellos quienes lograran lo imposible. De aquellos pobres locos, y de aquellas cien almas que se adentraron en la niebla, solo volvieron dos. Los cazadores volvieron andando, pero no intactos. Ropas rotas y heridas más que graves. Se desmayaron tan pronto estuvieron a salvo. Cuando despertaron, luego de pesadillas prolongadas, apenas pudieron articular con sensatez sus palabras. Pero no bastó mucho. Todos lo sabían. Dentro de las Tierras Malditas había muerte, monstruos inimaginables, tan abominables que ni siquiera cazadores y magos pudieron enfrentar juntos. Poco a poco, solo los idiotas siguieron adentrándose, pues la fama de ser quienes lograran algún avance en ese lugar era tentativa. Aun así, cualquier información, por minúscula que fuera, era sinónimo de riquezas.
Y allí se encontraba ella, Esquirla… Intentando buscar la fama de cumplir una tarea imposible.
Suspiró con una mezcla de resignación y miedo. Ya no podía hacer nada.
Un golpe recorrió la madera del árbol donde reposaba. Debajo, un hombre levantaba su antorcha en alto. Su sonrisa, algo molesta y orgullosa, se pintaba entre las llamas danzantes que sostenía. Esquirla descendió como un Mono Pintor, ágil y en su área natural. Cuando sus botas de cuero tocaron el suelo, el hombre se acercó sin perder su gesto en el rostro.
—Vamos, la cena está lista —dijo con mucha tranquilidad—. Podría ser la última.
Esquirla asintió. No era una broma divertida, pero ese hombre era el capitán de la defensa… O, lo que asignaron como uno.
Ambos mercenarios caminaron entre los árboles. A solo unos pocos metros, las Tierras Malditas rugían en silencio. Era ajena, como si una entidad observara y maldijese. Pero nadie podía escuchar nada. Entre la luz de la antorcha, solo se podían observar árboles muertos y torcidos, de distintos tamaños y distintas formas. Y entre esas figuras retorcidas, entre la frontera de la vida y la muerte, la hierba crecía seca, con una textura similar al carbón. Por encima, lo único que se podía observar eran unas nubes negras inamovibles.
Las Tierras Malditas eran el peor monstruo: uno que se componía de la imaginación y de lo que se encuentra más allá de la misma. Quizás porque la imaginación, y solo en raras ocasiones, se vuelve real. En cambio, las sombras que estaban a solo pocos metros eran reales y falsas al mismo tiempo.
Un lugar donde el miedo se vuelve real.
Esquirla evitó pensar en esas palabras. Solo podía avanzar en esos momentos.
Una luz tenue apareció detrás de uno de los árboles cercanos a la frontera. Un diminuto grupo, de no más de ocho personas, se encontraba reunido alrededor de una hoguera penosa. Todos se giraron en dirección a los integrantes restantes, asustados y paranoicos. Uno de ellos era un hombre de vestimenta ostentosa. Era la razón por la que todos se encontraban reunidos. Reiley, un comerciante que perdió toda su fortuna. Su deuda era tanta que su vida estuvo a punto de terminar. Pero, para saldar su deuda, se ofreció a cumplir una misión sencilla: cartografiar los primeros kilómetros de las Tierras Malditas. Si podía lograrlo, su vida iba a ser perdonada. Incluso inmensamente recompensada. Y si no, pues, la deuda desaparecería de todas formas.
—¡Cielos, podrían anunciarse antes de aparecer entre las penumbras! —gritó el comerciante; su voz se propagó en un eco antinatural.
—No va a pasar nada hasta que pongamos un pie dentro de… ya sabes —dijo el hombre que acompañaba a Esquirla. Se sentó en una piedra un tanto incómoda y sonrió, observando a todos a su alrededor.
—Krelian… por favor —dijo Reiley—. En estos momentos, no necesito que mi corazón se detenga.
El capitán de esos hombres volvió a reír.
—No pasará nada. O eso creo.
Alguien se levantó de su asiento. Era un muchacho; apenas poseía una edad respetable. No vestía una armadura, sino más bien ropa común, una camisa humilde y pantalones manchados. Su cara mostraba una palidez genuina. El muchacho se unió a la expedición para poder costear el tratamiento de su madre enferma. Una decisión noble, pero estúpida.
En cualquier caso, el joven observó a Esquirla con ojos sinceros y llenos de sentimiento.
—¿Necesitas sentarte? —preguntó con un tono afable—. Llevas muchas horas de guardia.
—No. —Esquirla apartó la mirada de inmediato, no por molestia, sino para no tener que apegarse a alguien—. Gracias, pero prefiero mantenerme de pie. Por si las dudas.