—¿Mamá?
—Sí, querida.
—¿Por qué me llamo Esquirla?
—Porque eres un trozo de cielo. Mi joya más preciosa —dijo tosiendo—. Porque brillas como el metal más reluciente.
Esquirla abrió los ojos de repente. Hacía mucho tiempo que no recordaba esas palabras. Se recostó sobre el tronco. Sus manos fueron a dar a su cuello, buscando aliviar la tensión de alguna forma. Pero no. El suelo era duro, como un yeso, como el mármol. Le molestaba.
A su lado, todos estaban de espaldas y esperando despiertos en la oscuridad. Menos uno. El joven estaba quieto cerca de una de las aberturas del árbol.
Esquirla cerró los ojos. Ya no podría dormirse. Perdió su turno.
—¿Cómo va todo? —preguntó en un susurro, acercándose en silencio.
El joven se sobresaltó. Su rostro apenas era visible. La oscuridad era un manto que, a cada paso que daban, se convertía en algo mucho más pesado. Todo el bosque seguía la misma regla.
—Bien… He escuchado varios sonidos que no puedo describir. No sabía si despertarte o no. O si alertar al resto.
—No puedes temer a todo en esta vida.
—En esta situación… No sé qué tanto aplica esas palabras.
—Las sombras, estés donde estés, solo cobran vida si tú se lo permites —dijo ella, recordando palabras que alguna vez alguien de la banda le dijo.
—Toda mi vida la he pasado siendo un ayudante de cocina. No sé nada acerca de sombras tenebrosas.
Esquirla escuchó esas palabras. Sabía que este cabeza hueca se arriesgaba por completo para salvar a alguien: su madre. Recordó su sueño. ¿Ella hubiese hecho lo mismo? Tal vez. En otras circunstancias, sí. Pero no era la vida que ella deseaba, sino, por el contrario, la que le tocó vivir. Le molestaba un poco. En especial recordando las palabras en sueños.
—Solo quédate cerca, y sobrevivirás.
—¿Lo crees? Yo… Cuando empecé a usar cuchillos para cortar carne, tenía miedo de cercenar un dedo. No soy capaz de imaginarme sin una parte de mi cuerpo. Me aterra el daño físico, no puedo imaginar la muerte.
—¿Cómo llegaste hasta aquí entonces?
—Mala suerte. Un día, mientras cocinaba, logré escuchar una conversación en una de las mesas cercanas a la ventanilla. Me causó intriga. Y aquí estoy.
—Me sorprende que hayas venido a parar aquí por una conversación ajena —dijo ingenua.
—Los ricos son menos perceptivos que los criminales. Te sorprendería lo que tener mucho dinero hace en tu valoración del resto.
—Al fin dices algo coherente.
El viento silbó. Nada se acercaba. La noche estaba siendo tranquila.
—¿Por qué intentaste ayudarme?
—No lo sé. Me recuerdas a alguien. Nada más.
—Pues, te recomiendo quitarme de tus recuerdos. Yo soy yo, y nadie más lo será.
—Yo… Lo siento. Lo intentaré.
—Bien.
Esas palabras. Cuando comenzó en la banda, recibía palizas cada vez que alzaba la voz para decir algo. Era aquello o volver a las calles. Y las calles no perdonaban. A lo menos eso le decía un hombre de cicatriz por encima de los labios. Esquirla ya no recordaba ese nombre, al igual que muchos. Cuando la vida se trata de sobrevivir, muchos pasan y pocos quedan. Era una regla que no olvidaba. Y ese «bien» le recordó a ella misma cuando recibía órdenes.
No quitó sus ojos de la abertura. Un rayo de luz, tenue como un susurro, se abría paso entre las nubes.
—Quédate cerca, y sobrevivirás —repitió, alejándose.
Esquirla reptó como una serpiente. Aleran tenía un libro entreabierto en sus palmas. El dibujo que se podía apreciar era detallado y hermoso. Incluso para ser una Arach. Su talento era excelente. No había, eso sí, rastro de los mapas. Pero si podía recordar con total exactitud a una criatura que vio durante breves instantes, debía recordar cada tramo recorrido hasta el momento.
—Ya es de día.
Todos levantaron sus cabezas, cansados e irritados.
—¿Dormiste lo suficiente? —preguntó Reiley, preocupado.
—Lo necesario —respondió Esquirla con honestidad.
—Mientras puedas pelear, no me importa cuánto duermas —dijo Krelian, poniéndose de pie.
—Mi cabeza duele y mis párpados pesan como un castillo —dijo Aleran.
—No importa cómo nos sintamos. A movernos…
Salieron del árbol por la parte delantera. El tamaño lo asemejaba a una cueva. La zona circundante era casi como un campo. La tierra estaba hecha de césped petrificado, algo que nadie notó hasta después de la batalla.
Avanzaron en dirección a los árboles. Hacia el siguiente segmento que debían recorrer. ¿Qué les esperaba? Ninguno de ellos lo sabía con seguridad. En Entia, en especial entre las brillantes mentes del reino, se decía que nunca se debe conocer el destino. Era una frase básica, pero cargada de matices. Una buena parte no lograba entender, hasta llegada la vejez, toda la importancia de aquellas palabras. Pero Esquirla, en esos momentos, le hubiese gustado saber su destino. No por miedo, ya que sabía que podía matar, sino porque ya no entendía del todo su propia psique.