Al nacer todo era negro.
Un bebé dragón acababa de salir del huevo y todo lo que se encontró fue la absoluta oscuridad de una profunda cueva. No había madre, ni padre, no había nadie. Todo lo que podía ver era negro y todo lo que podía escuchar era el silencio.
El último dragón había nacido solo en este mundo.
Y todo lo que podía hacer era llorar dentro de su nido.
Al pasar las horas, las lágrimas ya se habían secado, más su anhelo por compañía seguía aumentando. El pequeño dragón esperaba con añoranza al padre que no conocía. Nunca lo había visto, más el pequeño sabía que sí existía, porque el olor de su padre inundaba todo su nido. Y por mucho tiempo estuvo esperando, pero nadie llegó.
El pequeño dragón no sabía que su padre hace mucho ya había perecido.
Nunca pasó hambre, porque su ausente padre había llenado su nido con las presas más grandes y sabrosas. El sabor ya no era fresco, pero el pequeño dragón no notaba todavía la diferencia.
Y los días pasaron, las semanas transcurrieron y los meses se hicieron años, la espera era larga, más el pequeño dragón seguía tan anhelante como el primer día.
Porque el tiempo transcurre diferente para los dragones.
Dentro de aquella cueva oscura, él nunca perdió las esperanzas de algún día conocer a su padre.
Y con el pasar del tiempo, la comida se acabó. Las inmensas presas que abundaban en su cueva ya no existían, porque cierto es que los dragones comen mucho, en especial los recién nacidos. Roer huesos ya no era suficiente para llenar su estómago.
Era hora de cazar para comer.
Sus primeras presas fueron las ratas y alimañas dentro de su oscura cueva. Con tan pequeñas y escurridizas presas aprendió a ser cazador. Más el hambre de un dragón es voraz, en menos de un año ya no había ratas que atrapar.
Había llegado la hora de salir al exterior.
Todavía era muy pequeño para abandonar el nido. Un bebé dragón no abandona el nido hasta los 500 años. Él solo tenía 6 años cuando vio el mundo exterior por primera vez.
Y el sol casi lo ciega.
Los dragones negros son seres de la oscuridad. La luz es la mayor debilidad para un dragón negro, especialmente para los recién nacidos. El pequeño dragón negro no sabía nada de esto, no hubo nadie que le enseñe, así que con dolor tuvo que aprender. Lloró por horas con sus ojos enrojecidos, hasta que la noche lo cubrió todo y la tenue luz lunar resplandeció desde el cielo.
Por primera vez, en su vida, vio el infinito manto estelar que cubría al mundo. El cielo nocturno estrellado lo maravilló, y mirando las estrellas él se sintió más solo que nunca.
Así como las estrellas eran miles; él deseo que hubiese miles como él.
Con ese deseo en su corazón, se quedó mirando las estrellas hasta el amanecer.
A la noche siguiente atrapó una rata.
Ahora cazar era mucho más difícil. Las ratas tenían muchos lugares donde esconderse. El bosque estaba lleno de escondites por todas partes y las presas eran muy hábiles huyendo. Pero esto no lo desanimó, porque para él cazar era como jugar. Perseguir ratas era muy divertido. Lástima que las ratas no pensaran igual.
Las primeras noches fue muy malo cazando. Muchas presas se le escaparon y pocas llegaron a su estómago. Pero con perseverancia logró aprender a cazar por sí mismo. Aún si era torpe, sus instintos y ágil cuerpo de dragón le ayudaron a ser un hábil cazador.
Y cazó ratas hasta que ya no hubo más, luego cazó conejos y todo animal desprevenido que pudo atrapar. Cada noche de cacería algo nuevo iba a su boca. Más nunca era suficiente. Su insaciable apetito siempre quería más. Así que tuvo que aprender a vivir con hambre.
Durante las noches cazaba y en el día dormía, esa fue su rutina por años y años. El tiempo pasaba de una manera cruel, porque entre más tiempo pasaba, él más aprendía. De los animales aprendió palabras y sus significados. “Familia” y “Manada” eran sus palabras favoritas. Su sueño era ser parte de una manada. Tener un padre, una madre, hermanos y hermanas, tíos y tías, él solo quería una familia. Un hogar donde hubiese otros como él.
Otra palabra que aprendió fue: “Monstruo.”
Así lo llamaban lo animales al verlo. Y él pensó que “Monstruo” es lo que era.
“¡Yo soy un monstruo!”
Decía orgulloso para sí mismo.
El último dragón de este mundo no sabía ni lo que era.
Con el tiempo su inquieto corazón se llenó de preguntas:
“¿Por qué no hay otros como yo?”
“¿Dónde está mamá y papá?”
“¿Por qué me han dejado solo?”
“¿Cuándo podré volver a verlos?”
Y con pena rugía a la luna, deseando que otro “monstruo” lo oyese y viniese por él.
A pesar de los años, él siguió esperando el regreso de sus padres.
“Papá y mamá volverán por mí.”
Pensaba cada amanecer antes de irse a dormir. Él era un bebé que anhelaba estar con sus padres.
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Editado: 24.04.2025