Apenas tuvo tiempo de irse a dormir, pues todavía debía arreglar el jardín, quitar la yerba mala y regar las petunias de Morgan, que amaba su jardín y su huerta, ubicado a pocos pasos del árbol de cerezos en flor. Al levantarse por la mañana, notó que algunas risitas agudas y avergonzadas llenaban la cocina. Se vistió apresuradamente, con una camisa blanca que había comprado hacía poco en la sastrería de Roda, y unos pantalones raídos de tela negra. Salió descalzo de su alcoba, lo bastante grande como para que entrase una cama individual y un armario de pino. La habitación de Morgan era todavía más pequeña que la de Ritz. El pasillo que daba hacia ambos cuartos, terminaba en una ventana y una mesa muy vieja. Caminó sin hacer mucho ruido, suponiendo que su padre aún dormía. Pero en su pieza no había rastros de él. Sin embargo, cuando llegó a la cocina, ahí estaba, sentado con tres mujeres de unos treinta años que hablaban alegremente con Morgan, mientras intentaban vestirse raudamente. Morgan tenía la manía de “encontrarse” con muchas mujeres de su edad, pues era un seductor nato. Era musculoso, alto, de buen porte, carismático y confianzudo. Se la pasaba bebiendo en la taberna del Rizo Muerto, gastando lo poco que le quedaba del dinero de su jubilación como soldado. Los demás ingresos, venían directamente de Ritz y de las flores que Morgan vendía en el distrito.
-Oh, Ritz. Creo que ya conoces a Amanda y Germina Tyrudia. -le dijo Morgan, riendo, a la vez que cocinaba unos huevos revueltos, tanto para su hijo como para las otras tres mujeres sentadas a la mesa del amplio cocina-comedor. -Y ella es… ¿Marta?
-Griselda, Griselda Watterflock. -le contestó con gesto afligido, aunque solo fingía, ya que se consideraba la favorita de Morgan.
-No hace falta que me recuerdes sus nombres. Buenos días, tías. -miró a las demás damas, haciendo ademán de querer sentarse junto a una de ellas. -Tía Amanda.
-Tu hijo es todo un galán, Morgi. -murmuró la más cercana, con sus pelos rubios revueltos y su sonrisa pegajosa. -Deberías darle las riendas del negocio familiar, seguro pueden convertirlo en una cadena de floristas en todo el distrito.
Ritz la miró extrañado, pues aquella mujer le doblaba la edad. La que tenía a su diestra, una morocha de ojos saltones, lo miraba inquisitivamente. Uno confundía al instante que Ritz era hijo biológico de Morgan, por su musculosa anatomía.
-Señoritas, -empezó Morgan, sirviendo los huevos en diferentes platos de porcelana recién lavados, bajo una tenue luz proveniente del sol de la mañana. -Mi muchacho Ritz ya ha cumplido la edad para casarse, espero puedan explicarle en algún momento que debe conocer a una mujer de su talla y edad para prevalecer el apellido Stronghold. Yo por mi parte me retiró, debo vender flores y poner la industria familiar a flote. -las mujeres renegaron fuertemente. Ellas solían quedarse en casa de Morgan, cuidando las plantas que él mismo fertilizaba. De día, las hermanas treintañeras de Morgan, vendían artilugios en las tiendas de baratijas de Jik, donde trabajaban. Eran mujeres bien educadas que ya no tenían posibilidad alguna de poder casarse. Ellas, básicamente, no encontraban posible que un soldado se fijase en ellas, para luego morir en combate en alguna batalla poco conocida. Era imposible, y a la vez una proeza muy difícil de conseguir. Los hombres morían muy jóvenes, dejando a sus esposas e hijos en una situación económica muy precaria e insostenible. Morgan pasaba hablando de plantas y de baratijas todo el día con ellas. Cuando volvía de la taberna Red Whale pasaba por sus casas y las instaba a pasar la noche con Ritz y él para recordar otros tiempos. De esta forma, sus hermanas ayudaban a criar a Ritz, dotándolo de ciertos valores cruciales para un joven de su edad.
-Muy bien, me retiro. Nos vemos más tarde, Ritz. -con una leve gesticulación de mano, abrió y cerró la puerta, yéndose colina abajo al distrito para abrir su negocio de flores bien temprano, como era costumbre. No miró a su hijo a los ojos, simplemente lo evadió, como si intentara ocultar algo. Silbaba una armoniosa melodía, rezagado por el cansancio de la noche.
Finalmente, Ritz tuvo que quedarse con sus tres tías, que lo miraban, esperando que dijese algo.
-Voy a levantar los platos, si no les molesta. Debo ir con el herrero. -dijo el muchacho, a la vez que recogía los trastos y los dejaba en la mesa de piedra de la cocina, a un lado de la mesa.
-No te molestes, cariño. -dijo la mayor de ellas, la que estaba más próxima a Morgan. -Tenemos que abrir el negocio, al señor Jik no le gustan los retrasos. -en ese momento miró a Germina, que descansaba con sus brazos sobre la mesa. -Germina, hoy no te toca trabajar, ¿verdad? Por qué no acompañas a Ritz a la ciudad por algo de comida. En casa no hay nada para esta noche.
-No hace falta que me acompañes. -le dijo Ritz mirando a Germina. -Quédate si te apetece. De igual manera, Morgan solo trabaja tres horas.
Germina se puso de pie raudamente.
-En realidad me apetece acompañarte, si no es mucha molestia.
Los ojos saltones de la muchacha eran hipnóticos. Las tres vestían camisas de lana, y solo una de ellas vestía una pollera fina y de color verde, la mujer que le hablaba a Ritz. Tenía treinta años, recién cumplidos. Junto a las otras dos, vivía de lo trabajado en la tienda de Jik y dormían en una posada que pagaban de manera ecuánime. Retomaron el contacto con Morgan cuando esté último adoptó a Ritz, y desde ese momento no dudaron en seguir compartiendo experiencias de lo más divertidas y emocionantes con él. Morgan era alguien que vivía emborrachándose, por lo que la diversión duraba noches y días enteros. No obstante, cuando de criar a Ritz se trataba, no tardaba en pedirles consejo, y esas tres hermosas mujeres fueron como una madre para Ritz. Si bien él las respetaba muchísimo, últimamente, había decidido distanciarse de su afecto por un tiempo, lo que ellas comprendieron sin mucho escándalo. Ritz estaba en un momento delicado de su vida, del cual no parecía poder escapar. Pronto le volverían a insistir para asistir a la batalla por Oliva, y no podría negarse una segunda vez, siendo totalmente obligatorio. Lo peor del caso, es que Morgan, en varias ocasiones de intimidad con él, le reveló que jamás de los jamases, dejaría que su hijo participe en una batalla donde corriera sangre humana. Nunca en su vida vio a Morgan tan serio como las veces en las que tuvo que hablar sobre sus días en la Academia y de su posible aceptación particular en las filas del ejército baltiano.
Editado: 27.07.2023