Zillergard, a un día de la batalla por Suxxitox.
Yorch estaba preparando su almuerzo mientras Ritz realizaba las tareas comunes de la mañana. Una de ellas era limpiar el polvo y la suciedad acumulada del día anterior, suciedad cuyo ideal propósito era el de ensuciar el acero de las armas más caras que Yorch hacía por encargo. De ellas podemos destacar las que irían destinadas a la expedición de Lovreg. Otras tantas destinadas como regalos de bienvenida a los rebeldes de Portcard al sur de Baltia, (esto debido al levantamiento planeado de armas de los Gel’goz). Pero entre todas las taras que el anciano herrero podía destinarle al muchacho, había una que destacaba entre las demás. Se basaba en tomar una espada sin filo y afilarla en uno de los rincones abiertos de la tienda. Siendo madrugada y habiendo poquísima gente, para Ritz no era un problema.
Se levantó de su asiento y fue caminando con paso afligido, meditabundo, como un autómata destinado al mismo trabajo por siempre, para agarrar una espada de uso intermedio, de poco peso, con la cual completar el ritual de siempre. Se sentó en el rincón norte de la tienda, aquel que daba hacia las casas burguesas del distrito de mercaderes, destinado a cumplir su acto. Empezó afilando desde arriba con una piedra, mientras le echaba agua con la mano que tenía desocupada, lentamente. Los pájaros apenas eran audibles. Solo los perros ladraban intentando que, por lo menos los gatos, les tuviesen miedo. Pronto llego hasta la punta, y notó como todo a su alrededor quedaba en completa armonía. Recordó las palabras de Morgan en la víspera, las palabras de sus tías, o por lo menos una de ellas, y recordó todo aquello que le hacía sollozar. Los espíritus que acariciaban su cuerpo se esfumaban al escuchar la hoja siendo afilada. Un ritual que el herrero le había hecho notar, y que pretendía ser dispensable para el joven aprendiz que pronto, acariciaría la sangre de un hombre. Ritz contuvo su rabia mordiéndose el labio inferior. Sin embargo, nada más empezar a oír en su cabeza la voz del viejo otra vez, comenzó a llorar.
***
Unos pocos días antes de que la masacre de su planeta tomara lugar en su pueblo natal, Ritz jugaba con sus amigos en la rivera de un río desolado, adosado, no obstante, por vallas naturales de arboles y arbustos prominentes que corrían por el terreno lodoso. El calor, como de costumbre, era parte de una obra que recordaba los festines de los grandes gigantes que alguna vez vivieron en el planeta. Aquellos gigantes que crearon al hombre, usando barro y sangre de su mismo tipo. Ni los duendes ni ogros de las montañas sobrevivieron al paso del tiempo como sí lo habían logrado los humanos de Kiujoh. Eran obstinados y fortalecidos por el trabajo. Solamente deseaban un aura prominente que pudiera darles el peso que merecían en el concilio de los planetas circundantes a Draherlord. Para ser parte un planeta civilizado de población centralizada, unida por una misma causa y que apoyasen ciegamente a la Luz, debía de estar más cerca de Oustbourno, el quinto planeta del círculo, el más cercano al palacio del universo. Sin embargo, el planeta donde residía Ritz se encontraba más cerca de Trenaje, el planeta más alejado del círculo, lo que suponía una terrible resolución en torno al pensamiento de sus habitantes. Todos los planetas cercanos a Trenaje eran igual de fríos, obscuros e inhóspitos. Sus habitantes se odiaban entre sí, envidiaban a las especies más suertudas allegadas al centro del espacio observable, donde la luz era mucho más cálida y reconfortante. En resumen; aquellos destinados a nacer en las lejanías del Horizonte oscuro, eran automáticamente encasillados de “supuestos oscuros”.
- ¿En qué piensas? -le preguntó una de sus amigas, embarrada de pies a cabeza, en tanto Ritz se acomodaba la camisa igualmente sucia. -Ya no te diviertes como antes.
En eso estaban de acuerdo. Hacía días que su hermano no estaba bien, que no se sentía él mismo. Su novia parecía haberlo dejado, y los centinels no tenían pensando reclutarlo. Habíase peleado con sus padres ante la posibilidad de dejar todo atrás, de nunca vivir como una persona del montón e irse por un tiempo de su planeta en una búsqueda personal instintiva y profunda. Su madre lloró delante de él, pero Silius ni se inmutó. Aquellas cosas peligrosas y profundas que ni el más inteligente de los niños de su edad podría entender, Ritz las comprendía. Al fin y al cabo, su hermano era diferente a las demás personas de su pueblo. Confiaba ciegamente en él y el sueño de llegar a ser un soldado de las fuerzas del Bien. Si Silius se lo proponía, llegaría tarde o temprano.
- ¿No quieres jugar con los demás?
-No estoy de un humor, lo siento.
-Eres aburrido.
Ni en los claros del bosque se atisbaba una plenitud tan perturbada. Su alma, inquieta como muchas, danzaba bajo una incógnita impermeable, ajena a los trazos más hermosos de la vida. Un niño no tiene porqué sentirse de esa forma, ni tampoco experimentar la fatiga de vivir a tan temprana edad. Confrontaba la ignorancia con pleno razonamiento sobre la vida de su hermano mayor. Los vientos del norte llegaban y cambiantes bramaban entre las hojas de los árboles. Se avecinaba una tormenta, y no aparecería en el cielo.
***
Cuando terminó los quehaceres matutinos se dispuso a trabajar con la espada. Tardó toda la mañana y parte de la tarde en conseguir el efecto deseado en una hoja de acero nalgiano. Dentada por arriba y fina por debajo. La madera del manga era dura y resistente. No contaba con una sola espina y brillaba gracias al líquido para madera que Yorch usaba. En el instante en que decidió sentarse para poder almorzar, Ritz fue encarado por su mentor.
-Mañana partes a Lovreg.
-Si.
-Tomate el resto del día libre. -le dijo, sin más, como si fuera una persona y no su jefe. -Descansa y pon la cabeza en blanco. Ven a verme cuando caiga la noche y sea momento de cerrar, ¿de acuerdo?
Editado: 27.07.2023