Presente.
NYX.
***
Solo quería paz.
Pienso mientras la cabeza me estalla del dolor, la hora se hace interminable y la gente no deja de llegar. Es viernes, casi las seis de la tarde, y el aire dentro del supermercado se siente espeso, con ese olor mezclado entre fruta madura, cajas de cartón húmedas y desinfectante.
Me ajusto el delantal verde e intento sonreír, aunque los cachetes me pesen.
Atiendo a una pareja de ancianos que siempre vienen con su nieto. Atiendo a dos mujeres que siempre vienen y piden verduras picadas para darle a las tortugas. Atiendo a personas que no saben leer los carteles del precio, de las ofertas o los que dicen: "Llevando 2 kilos, el kilo te sale X".
Pero nada me prepara para el que parecía más inocente.
—¿Me hacés medio kilo de frutillas, amor? —me dice una mujer de unos treinta.
Quiero contestarle: Ahí las tenés, búscate vos ¿O sos manca? Pero me contengo, como siempre, y agarro una bolsita, un guante descartable nuevo y empiezo a buscar.
Vino un par de veces, siempre sola. Una vez de echo llegó cantando. Era el inicio de otoño, los primeros días de frío y la mujer estaba más radiante que nunca cantando sobre la buena vida. Por un momento, estaba a punto de unírmele.
Hoy estaba acompañada. A su lado, un nene de cabello rubio, de no más de seis años, me mira en silencio mientras balancea una naranja de ombligo en la mano.
—¿Y para vos, campeón? —le pregunto, por inercia, como para hacer conversación.
El nene me devuelve una sonrisa tímida, con un dientito faltante adelante.
—A mí me gustan las naranjas —dice, estirando la palabra con orgullo—. Mi mamá dice que si como muchas, me pongo más fuerte.
La mujer se ríe.
—Después de decirle eso, si por el fuera solo comería naranjas.
No sé por qué, pero me quedo mirando al nene más de lo que debería. Tiene los ojos celestes, redonditos, y el cabello resplandeciente como el sol.
Igual que él. Podría ser la pequeña versión de Gael.
¿Así hubiese sido Santi?
Trago saliva.
No lo hagas. No lo hagas, Nyx. No lo...
—¿Qué edad tenés, cariño? —pregunto, evitando la voz en mi cabeza.
—Seis. Cumplo siete en agosto. Ya soy un hombre —responde con orgullo, llevando sus manos a las caderas y sacando pecho.
La naranja se le cae, se va rodando y el la persigue.
Pero, aunque le sonreí, se me hiela el cuerpo.
Agosto.
Mi respiración se vuelve pesada, el aire me roza los pulmones como si raspase por dentro. Agosto fue el mes en el que llegaría. El mes en el que nunca llegó.
El niño ríe, moviendo las piernas, y la madre lo apura con ternura.
—Santiago, no molestes a la chica que se nos hace tarde.
Y como la guinda del pastel el nombre. Ese nombre.
Siento cómo las manos me tiemblan, y una frutilla cae al piso, aplastándose contra las baldosas.
—Uy, perdón —murmuro, intentando sonreír.
Pero la sonrisa no me sale.
La madre me agradece, después de haberle puesto el precio a la fruta y se van.
Me quedo un instante mirando el espacio vacío que dejaron. El carrito, las naranjas, el eco de la voz del chico.
De repente, el zumbido del tubo de luz sobre mi cabeza se mezcla con el ruido de la caja registradora al fondo y con las voces variadas que retumban en el super y me siento mareada. Me siento débil y como si flotara.
Respiro hondo, pero el aire no entra bien.
Solo quería paz.
Repito esa frase en mi cabeza mientras me aferro al borde del mostrador para no perder el equilibrio.
Hace siete años que intento convencerme de que estoy bien, que el tiempo cura, que ya pasé lo peor.
Dicen que el tiempo cura todo, como si las heridas fueran relojes y no recuerdos. Pero el tiempo no cura lo que uno no sabe, o no puede, soltar. No sana lo que se repite en la cabeza todas las noches. A veces el tiempo solo pone distancia, no alivio. Y este... este es el caso, porque hay cosas que duelen igual hoy que el primer día, solo que aprendí a convivir con ellas sin que me rompan en voz alta.
Hasta ahora. Bastó el niño de seis años que, casualmente, cumple años en agosto, su sonrisa infantil y su nombre para que todo se desmorone y vuelva como si nunca se hubiese ido.
Me enderezo y trato de concentrarme en otra cosa, pero una punzada me atraviesa el pecho sin aviso. Es rápida, seca, como si el corazón me diera un golpe desde adentro. Lo reconozco enseguida, pero me niego rotundamente a darle nombre como la porfiada que soy.
Esa vieja conocida que aparece cuando menos la espero.
Respiro hondo, o lo intento, pero el aire no alcanza. Es como si el cuerpo se me achicara y el pecho pesara más de lo normal. El zumbido de los tubos se mezcla con el ruido del pasillo, las voces, los pasos... todo se siente demasiado fuerte, demasiado cerca y a a vez demasiado lejos.
Me desespero y el sudor empieza a aparecer.
Cierro los ojos un segundo, deseando que pase rápido, pero cuanto más pienso en que no quiero que me agarre, más fuerte se vuelve. Como si el miedo se alimentara exactamente de lo que intento esconder.
No, otra vez no. Por favor, no otra vez.
Pero la ansiedad práctica CrossFit mientras intento calmarme.
Excelente desempeño Nyx.
—¿Nyx? —me llama Anahí, mi compañera de trabajo, desde la otra punta de la pequeña verdulería del supermercado—. Estás blanca como una teta, ¿te sentís bien?
—¿Podés cubrirme un segundo? —le pido casi sin voz, buscando el aire que no llega—. Necesito ir al baño.
—Sí, andá tranqui, yo me encargo —responde enseguida, sin preguntar más. Veo la preocupación en su rostro.
Dejo de apretar con fuerza el borde de la mesada, me saco los guantes y camino rápido hacia el pasillo del fondo. Cada paso retumba en mi cabeza como si fuera un tambor.
De lejos, los hombres que trabajan en el depósito y en la parte de los embutidos festejan un Gol de Boca.