El último invierno

3| Momentos que apreciar.

Alexander.

Presente.

***

El hielo siempre me devuelve silencio. No importa si hay veinte mil personas en las gradas o un solo chico con patines torpes delante de mí: el sonido se aplasta, se quiebra, y lo único que queda es el crujido de las cuchillas al avanzar.

—Otra vez —le digo a Andy.

Tiene ocho años, pero patina como si hubiera nacido con los patines puestos.

Desde los cuatro lo entreno en ratos libres y desde entonces, me recuerda cada día por qué empecé a jugar.

Volví al Valle hace cuatro horas, nada más. Venía de un partido amistoso afuera, victoria sufrida y viaje largo en colectivo. Scheiße, extraño y todo, nada se siente como este hielo.

Como volver a respirar bien.

Le señalo a Andy la zona entre el portero y el palo derecho.

—No apuntés directo. Fingí que vas a disparar al centro y, cuando el arquero se mueva, cambiás la muñeca. Es medio segundo, nada más. Eso es todo lo que necesitás.

Él frunce el ceño, concentrado, repite el movimiento en seco, sin disco. Yo lo observo en silencio porque tengo la costumbre de no corregir con mil palabras. Prefiero que escuchen al hielo, porque el hielo no miente. Las personas sí. El hielo nunca.

Lo suelto con el puck, y patina hacia el arco. Amaga al centro, cambia la muñeca y anota limpio, sin dudas. La red vibra.

Andy levanta los brazos, y yo sonrío apenas, lo justo.

—Bien. —Me acerco y le golpeo suavemente el casco con la mano enguantada—. Ahora hacelo diez veces seguidas. El truco no sirve si no lo podés repetir.

El chico asiente con ese brillo en los ojos... esa hambre. La misma que tenía yo a su edad, antes de que la vida se pusiera más complicada que un vestuario lleno de alemanes amontonados gritando Mannschaft! a cualquier cosa.

Lo veo volver a la línea, y ahí me cae encima esa incomodidad que odio reconocer: este pibe me importa más de lo que debería. Y cada vez que vuelvo de un partido afuera, lo primero que hago es venir a verlo. Como si fuera... no sé. Mi cable a tierra. Mi responsabilidad. O peor: mi punto débil.

Cuando Andy termina la última tanda, se deja caer de rodillas en el hielo, respirando fuerte. Me acerco y lo ayudo a levantarse. Su casco está chorreando vapor.

—¿Ya está? —pregunta, jadeando.

—Por hoy. —Le saco el puck de la mano.

Se saca el casco y me mira con las mejillas encendidas, el pelo pegado a la frente por el sudor. Ambos agarramos los elementos que usamos y los llevamos a guardar.

—¿Cuánto tiempo estuviste fuera? —pregunta de golpe, mientras acomodamos los sticks.

—Tres días —le digo y luego presumo—. Ganamos.

—¿Y volviste directo acá? Nunca descansás.

—Obvio. Dónde más voy a ir —contesto, como si no fuera evidente también para mí que sí, que vine por él.

Él sonríe.

—A tu casa a dormir.

Restriego mis ojos, ocultando con la palma de mi mano la sonrisa en mi rostro.

—Tenes razón. Voy a ir a descansar ahora.

Nos sentamos en una de las bancas del vestuario para sacarnos los patines.

—¿Vos a mi edad ya jugabas así?

Me toma por sorpresa, aunque Andy vive haciéndome esas preguntas que te cortan a la mitad de un pensamiento. Igual que siempre, pienso la respuesta antes de abrir la boca.

—Peor. —Le sonrío apenas—. No me salía nada.

Se ríe, incrédulo. Tiene esa risa que se siente como si el hielo se abriera un poquito y dejara pasar luz.

—Mentira. Seguro que ya eras buenísimo.

—Te digo en serio —afirmo, sacándome uno de los patines—. La diferencia es que yo no tenía a alguien que me explicara cómo engañar al portero. Aprendí solo, y me comí miles de goles errados.

El chico se apoya en mi hombro como si siempre hubiera sido suyo. Pesa poco—es liviano como un stick— pero el gesto me deja inmóvil. No porque me moleste, sino porque me desarma.

—Bueno, entonces yo tuve suerte —dice bajito, mirando la pista vacía, que poco a poco empieza a llenarse por chicos entrenando—. Porque te tengo a vos.

Me agarra tan desprevenido que por un segundo no sé cómo se respira.

Me gustaría decirle algo. Algo que valga la pena, sin embargo las palabras se atoran en mi garganta y se acumulan en mis ojos.

El silencio dura lo justo antes de romperse.

Pasos firmes. Pesados. Ritmados. Con ese sonido metálico de alguien que camina como si cargara números y calendarios en los bolsillos.

Reconozco ese andar aunque no quiera y me hace girar los ojos.

—Alex. —La voz de Klaus retumba por el vestuario—. Tenés reunión con la gente de Nordik Sports mañana a las diez. Quieren que uses sus guantes la próxima temporada.

Andy lo mira como si hubieran bajado a anunciarle el destino del universo. Yo solo asiento.

—Mañana a las diez. Está bien.

Klaus no se va. Se queda parado ahí, analizando todo: mi postura, mi cara, el pibe pegado a mi hombro. Pienso que debe estar calculando si Andy me baja o me sube la imagen de jugador profesional.

Me dan ganas de mandarlo a la mierda, pero solo le mantengo la mirada, esperando.

—También quieren fotos para la campaña —agrega, esperando una reacción—. De preferencia esta semana. Te mando el detalle al correo.

Mhm.

Klaus espera. Siempre espera que yo diga algo más. Que pregunte. Que me interese.

Pero no lo hago. Nunca lo hago. Ya no.

Porque si empiezo a hablar, voy a tener que admitir que estoy harto. Que me importa un carajo posar con guantes nuevos. Que detesto posar para fotos. Que estoy cansado de que mi vida sea girar alrededor de compromisos, marcas y contratos. Que el hockey ya no sea divertido y se sienta como una obligación hasta el punto de no disfrutarlo y cansarme de él, no ver la hora de que se termine.

Y que lo único que realmente quiero en este momento es quedarme acá, con el chico que acaba de decirme que tuvo suerte porque me tiene.

—Nos vemos —dice finalmente Klaus, frustrado por mi falta de entusiasmo, y se marcha.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.