El último invierno

5| El logro que pondrá fin.

Alexander

❄️❄️❄️

El hielo no necesita palabras, pero sí atención, y mientras el disco se desliza con un rebote imperfecto yo ya estoy en movimiento, leyendo el error antes de que alguien lo nombre en voz alta, porque en este deporte el tiempo entre pensar y actuar es donde se pierden los partidos. Patino en diagonal con el cuerpo bajo y el eje firme, sintiendo cómo los filos muerden la superficie mientras acelero apenas un poco más de lo necesario, lo justo para que los demás lo noten sin que nadie tenga que decir nada, porque cuando uno adelanta el ritmo, el grupo lo sigue casi por instinto.

En una transición rápida, uno de los chicos duda y el puck se le va largo. No lo miro, no lo corrijo, solo paso cerca y golpeo el hielo con el palo, un sonido seco que corta el aire frío y lo obliga a reaccionar, a volver a meterse en la jugada, y cuando retomamos la formación siento las respiraciones pesadas a mi alrededor, el vapor subiendo lento, como si el esfuerzo también necesitara salir del cuerpo antes de seguir.

El entrenador explica una nueva variante del ejercicio y yo escucho mientras ajusto los guantes, no porque no me importe, sino porque ya estoy calculando dónde pararme para que el movimiento fluya, y cuando da la señal salgo primero, no por jerarquía ni costumbre, sino porque alguien tiene que marcar el pulso inicial, ese que después se sostiene solo, y en la siguiente salida me quedo un segundo más atrás, dejando que otro tome la iniciativa mientras yo cubro el espacio, listo para corregir si algo falla o para desaparecer si todo sale bien, porque liderar también es saber cuándo no ocupar el centro.

Las piernas empiezan a arder y el cuerpo pide aire, pero no aflojo, porque en este punto el cansancio ya no es una excusa sino un filtro, y sé que si yo bajo el ritmo, aunque sea apenas, el hielo lo va a notar primero y después todos los demás, así que sigo, constante, parejo, hasta que en el reflejo del vidrio veo a mis compañeros repetir mis movimientos sin buscarme con la mirada, entendiendo sin palabras que el camino es este, y que mientras yo empuje, nadie se va a quedar atrás.

Habían pasado semanas desde aquella jugada de junio, desde esa jugada que no fue solo una jugada sino un punto de quiebre silencioso, uno de esos momentos que al principio parecen aislados pero que después empiezan a multiplicarse en miradas, en notas breves de la prensa extranjera y en preguntas que nadie sabía bien cómo responder, hasta que Argentina dejó de ser un nombre curioso en una planilla y empezó a sentirse, por primera vez, como una posibilidad real. Yo no dije nada, como casi nunca digo, porque en este deporte aprendés rápido que hablar de más es una forma elegante de fallar, una manera prolija de perder el eje cuando lo único que importa es sostenerlo.

Estaba acomodándome el casco, ajustando la correa con un gesto mecánico que ya no pienso, cuando vi al entrenador levantar la mano y hacer esa seña corta y seca que no admite discusión, y los patines frenaron de golpe sobre el hielo, dejando un eco que rebotó contra el espacio y se quedó suspendido un segundo más de la cuenta. Fue entonces cuando lo vi, parado cerca de la pista, demasiado quieto para ser parte del entrenamiento, demasiado correcto para mezclarse con nosotros sin llamar la atención.

No era del equipo, eso se notaba de inmediato. Llevaba un traje oscuro y zapatos que nunca habían pisado hielo, con una postura recta, casi rígida, como si el frío no lo afectara, uno de esos tipos que no levantan la voz ni necesitan hacerlo, porque cuando finalmente hablan, todos escuchan sin darse cuenta.

Se presentó sin apuro, acomodándose apenas el saco antes de hablar, como si necesitara asegurarse de que cada palabra cayera en el lugar correcto.

—Mi nombre es Cristian Weber —dijo con una voz firme, sin elevarla—, soy delegado de enlace internacional y representante de la Federación Internacional de Hockey sobre Hielo.

Nombró su cargo completo, largo y formal, de esos que suenan más a escritorio que otra cosa, y mientras lo hacía dejó que la mirada recorriera el grupo con calma, deteniéndose un segundo más en cada rostro, como evaluando algo que no iba a decir en voz alta.

En un momento, sus ojos se cruzaron con los míos y no hubo sorpresa ni curiosidad exagerada, solo un reconocimiento sobrio, casi profesional, y me dedicó un leve asentimiento de cabeza, breve pero claro, un gesto mínimo que decía más que cualquier discurso y que yo devolví sin moverme, entendiendo que, de algún modo, ese respeto no era solo para mí, sino para lo que habíamos hecho en el hielo sin necesidad de explicarlo.

Yo crucé los brazos por reflejo, no por frío sino por costumbre, mientras lo observaba y trataba de no adelantar conclusiones, y entonces dijo que lo que iba a contarnos todavía no era público, que no iba a aparecer en ningún comunicado ni en ninguna red social, pero que nosotros teníamos derecho a saberlo primero. En ese momento sentí el hielo crujir bajo mis pies, o tal vez fui yo el que se tensó apenas, porque hay instantes en los que el cuerpo entiende algo antes que la cabeza, incluso cuando todavía no hay palabras para nombrarlo.

Y entonces lo dijo:

—Argentina fue invitada a participar, por primera vez, en el torneo olímpico de hockey sobre hielo.

Sin énfasis innecesario, como si entendiera que una frase así no necesita ser empujada para caer hondo.

No hubo gritos inmediatos, porque eso pasa solo en las películas y casi nunca en los lugares donde las cosas de verdad importan, y lo primero que apareció fue el silencio, un silencio pesado y denso, parecido a ese instante exacto en el que el disco queda quieto sobre el hielo antes del tiro final, cuando todo está en pausa y nadie se anima a respirar de más. Alguien inhaló hondo cerca mío, otro se sacó el casco como si le faltara aire ahí adentro, y uno se rió sin alegría, una risa corta, incrédula, más cerca del "no puede ser" que del festejo, mientras yo me quedaba completamente quieto, sintiendo algo raro instalarse en el pecho, algo que era orgullo, pero también una responsabilidad seca y pesada.




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