De un cuarto oscuro y casi abandonado, sacó un lienzo totalmente en blanco.
Lo acomodó en un caballete, acercó las botellas de pintura y algo de agua.
Acomodándose en su asiento, comenzó a trazar largas y delgadas líneas sobre él.
El sonido de unos pasos sobre la escalera rompió con el silencio y la concentración del hombre, quien miró por unos segundos de quién se trataba y siguió con las delicadas pinceladas.
—Hola, pequeño Lukas—dijo, limpiando el pincel mientras tomaba un nuevo color.
—Hola, abuelo. ¿Vas a pintar a la abuela? —entusiasmado, tomó otro asiento y se colocó junto a su abuelo.
—No. Esta vez estoy retratando a alguien más —dejó de pintar por un momento; recordar le hacía sentir un vacío. En su rostro se podía notar una sonrisa nostálgica.
Se reincorporó y continuó su trabajo. Su acompañante quería preguntar más, pero la mirada de su abuelo lo hizo callar. No fue hasta que el mayor volvió a hablar:
—¿Quieres oír una historia, Lukas?
El niño esbozó una sonrisa y, emocionado, asintió varias veces. El anciano no dejó de pintar mientras empezó a contar aquella historia.
《♡》
Era 1928 cuando lo conocí. Yo apenas tenía 13 años. Todas las tardes pasaba el rato jugando con la pelotaque mi padre me había regalado.
No era de muchos amigos, así que siempre, o la mayoría de las veces, estaba solo.
Una tarde, como de costumbre, jugaba cerca de mi casa y, sin darme cuenta, pateé con mucha fuerza; la pelota se fue rodando del otro lado de la calle.
Tenía miedo de cruzar, pese a que no transitaban muchos autos; era peligroso. Vi cómo un niño salía de una casa, así que con un poco de pena le grité:
—Oye, niño. ¿Puedes pasar esa pelota? —confundido, miró por toda la calle hasta que por fin la vio.
Tenía miedo de que no me ayudara y se la quedara; la sorpresa fue cuando cruzó tranquilo la calle y me la extendió.
—Toma —dijo y, sin prestarme tanta atención, comenzó a caminar.
Apenado, lo tomé del brazo. Desconfiado, me miró esperando una respuesta.
—¿Qui-quieres jugar? —lo solté y le mostré la pelota.
—Me gustaría —en su rostro se dibujó aquella sonrisa, una que, en su momento, no sabía que se llevaría todos mis suspiros.
—Por cierto, soy Adam —dije apresurado.
—Yo, Garrett.
Desde ese momento, su nombre se volvió parte de mi vocabulario; no hubo día que no pronunciara su nombre. Nos veíamos casi todos los días para jugar.
Comenzamos a contarnos secretos que nadie más conocía. Nos hicimos inseparables. De vez en cuando, tomaba mi libreta y lo dibujaba cada que tenía oportunidad.
Ninguno de los dos tenía amigos cercanos; yo solo tenía a una, pero estaba lejos. Así que siempre estábamos los dos solos. Y como éramos vecinos, vernos no era complicado.
Pasaron los años y ambos cumplimos la mayoría de edad; yo ya tenía 20 años y él recién había cumplido los 19.
Con el tiempo, se volvió más callado, más tímido. Al contrario, yo me había convertido en alguien más seguro de sí mismo. Seguí dibujando, pero ahora en lienzos. La pintura era algo que me gustaba hacer.
Todo iba bien. Salíamos como de costumbre, hablábamos, íbamos a pequeñas reuniones que varios conocidos realizaban. Comencé a vender mis pinturas y me iba muy bien.
Nadie sabía...
Nadie sabía que Garrett y yo estábamos juntos.
Nadie sabía qué hacíamos cuando estábamos solos.
Nadie lo sabía.
Hasta que mi padre comenzó a sospechar, y las miradas ajenas y los murmullos se hicieron presentes.
Para guardar nuestro secreto, le presenté a una vieja amiga como mi prometida.
Me dolía mentirle a mi padre, pero me dolería más causarle prejuicios a la persona que más amaba en el mundo.
Lía fue la única persona que nos apoyó y cuidó a su manera de los demás.
El tiempo pasó y nos casamos. No había amor real; solo éramos dos amigos guardando un secreto.
Al igual que yo, ella también tenía a alguien especial y, al igual que yo, tampoco podía estar con esa persona.
Para el exterior, éramos un matrimonio feliz. Lo que para muchos hubiera sido una infidelidad, para nosotros eran pequeños momentos donde podíamos ser realmente felices: nosotros mismos, sin aparentar ser alguien más.
Pasar las noches con él eran las más hermosas y fantásticas del mundo.
Pasaron los años, conseguimos casa propia. La presión de nuestros padres se hizo presente y fue tan dura que tuvimos a nuestro primer y único hijo. El dolor que uno siente al acostarse con alguien que no quiere es algo que nunca se olvida.
Cuando cumplió los 3 años de edad, Garrett cayó enfermo. Nunca supimos qué enfermedad era, pero fue tan cruel que me lo arrebató. La vida lo arrancó de mis brazos, dejándome nuevamente solo.
Cuando Garrett murió, Lía y mi pequeño intentaron consolarme. Él no sabía por qué lloraba; no quería que me viera así. Después de varios días, escondí mi dolor.
Seguimos con aquella actuación de pareja feliz y fuimos los mejores padres que pudimos llegar a ser.
En ocasiones, bajaba al sótano de nuestra casa, donde tenía muchos cuadros de mi esposa e hijo, y varios que estaban tapados con una manta.
Tomé el último lienzo en blanco que tenía, lo acomodé listo para usarlo, pero algo me detuvo. No sabía qué era, pero me obligó a abandonarlo. Sin idea de lo que en esa ocasión iba a pintar, tomé el lienzo y lo llevé a la mini bodega, donde lo acomodé con mucho cuidado y, antes de cerrar la puerta, dije:
—Creo que hoy tampoco será —y cerré la puerta.
Desde ese día, mi vida cambió.
Dejé atrás el pasado, pero nunca lo olvidé. Nunca olvidé aquella mirada, su delicada sonrisa, su risa contagiosa. Cómo se convirtió en parte de la vida de mi hijo… cómo se convirtió en parte de la mía y nunca la dejó.
Tardé en comprender que tenía que soltarlo, dejarlo ir. Que, al hacerlo, ese amor por él nunca se iría.