Nueva York, Estados Unidos.
Noviembre de 1565.
La lluvia era un cuchillo. Cada gota me cortaba la piel mientras corría con él entre mis brazos. No importaba lo rápido que me moviera: sabía que me vencerían tarde o temprano. Mis fuerzas se apagaban al mismo ritmo que mi poder, y con cada paso sentía cómo la oscuridad me alcanzaba.
El callejón apareció de pronto. Sin salida.
El final se sentía como una espada contra mi garganta.
Lo miré una última vez. Tan frágil. Tan mío.
Lo acerqué a mi pecho y le besé la frente.
—Hijo mío… nuestra sangre será lo más glorioso y lo más infame de este linaje. Siempre estarás en nuestro corazón. El de tu padre… y el mío.
Con el último destello de mi magia, lo envié lejos. Un lugar que ni ella podría alcanzar.
Entonces llegó el dolor.
Un rayo me atravesó el corazón y caí de rodillas. Mis manos temblaban, mi respiración era un suplicio. El final estaba aquí.
—¡¿Dónde está?! —la voz desgarró el silencio.
No necesité girarme para reconocerla.
Anfisa.
La peor maga de toda Grecia. Nuestra antigua aliada, ahora convertida en la sombra que destruyó mi reino. La asesina de mi cónyuge. La cazadora de mi hijo.
—No está… y jamás lo encontrarás —murmuré, ahogada por la sangre que llenaba mi boca.
La risa de Anfisa me heló los huesos.
—Destruiré cada calle, cada rincón, hasta arrancarle la vida a tu descendiente. Lo único que lamento es que no vivas para verlo.
Sus dientes afilados brillaron como cuchillas.
El aire me quemaba los pulmones. Con una mano sostenía mi corazón roto; con la otra, el suelo empedrado. Otro rayo me atravesó de lado a lado. La túnica blanca que llevaba ya era roja.
No quedaba tiempo.
No quedaba vida.
La última imagen que vi fue a Anfisa cayendo bruscamente contra las piedras. Voces resonaron a mi alrededor. Voces conocidas. El Círculo había llegado.
Pero yo ya estaba de rodillas, temblando, con la muerte acariciándome el rostro.
Y lo supe:
Él estaba solo ahora.
Y Anfisa no se detendría… jamás.