Greenwich Village, Nueva York
Actualidad
El sol me dio directo en la cara, atravesando el hueco de la ventana como si quisiera burlarse de mí. El reloj marcaba las siete.
Maldición.
Salté de la cama y esta crujió con un crack que me recordó lo tarde que iba. Media hora atrasado para la universidad. En momentos así sí que se necesitaba una mamá… pero lo único que tenía era silencio. El sótano estaba lleno de humedad y de esa soledad que se pega a la piel.
La casa tenía dos plantas. Yo solo tenía este agujero. Una salida escondida hacia afuera y una escalerilla que conectaba con la sala, aunque rara vez la usaba.
Arriba estaban los Miller: mi tía Nathaniel, su esposo Robert y su hijo Jack.
Ellos eran la plaga.
Se quedaron con la herencia de mi madre, con la casa y con todo lo demás. Según ellos, yo no merecía nada por ser adoptado. ¿Mi premio de consolación? Este sótano y el privilegio de sentirme un intruso en mi propio hogar.
Me duché y me vestí lo más rápido que pude. Agarré una libreta y un lápiz de la estantería coja y salí disparado.
Dicen que los primeros días en la universidad son los peores, que solo deseas volver a la secundaria. Pero, por alguna razón, yo sentía que este día tenía algo distinto.
Mientras caminaba por las calles de Greenwich, las hojas jugaban con el viento como si bailaran para mí. Siempre había tenido esa extraña conexión con la naturaleza, con los animales… incluso con la gente. Como si todo el mundo estuviera en pausa, esperándome. Como si algo dentro de mí reclamara un poder que no entendía.
La campana sonó en el campus. Segunda hora. Biología. Quinto piso. Mis piernas se quejaron al ver las escaleras, pero no me quedó otra: corrí como si la vida dependiera de eso.
Cuando llegué a la puerta, el aire me ardía en los pulmones. La abrí de golpe y todas las miradas se clavaron en mí.
—Llegas tarde —dijo una voz profunda al lado del pizarrón.
Giré la cabeza.
Y entonces lo vi.