Un señor canoso se posaba al lado del pizarrón con los brazos cruzados, carraspeó un poco notando mi desenfoque frente a la situación.
—¿Clase de Biología? —logré decir.
—Así es, señor. Tome asiento.
La clase estaba llena de gente de todo tipo: rubios, morenos, pelirrojos, altos, bajos. Algunos me miraban con desaprobación, otros con curiosidad. Varias chicas me sonrieron y otras simplemente cuchicheaban con los chicos de al lado. Me fui hacia el asiento del fondo, ignorando todo lo demás. Dejé caer mi mochila sobre la mesa de madera marrón oscuro y me tomé un momento para admirar el aula: paredes blancas, mesas alineadas, sillas del mismo color. Lo único fuera de lugar era el pizarrón verde, de esos que aún se escriben con tiza. Bueno, no debía sorprenderme tanto, este lugar lo habían construido en 1831.
El profesor golpeó la regla contra el tablero, llamando la atención de todos.
—Mi nombre es Maicol Ruseel —anunció mientras escribía su nombre en el pizarrón—. Estoy aquí para enseñarles el arte del ser humano y sus componentes, y lo fascinante que puede llegar a ser.
—¿Y para cuándo las disecciones asquerosas? —gritó alguien desde el centro, desatando risas inmediatas.
El profesor levantó la vista, imperturbable.
—Más pronto de lo que cree, señor Astor. Espero que su estómago sea más fuerte que sus chistes.
Las carcajadas se apagaron poco a poco, y Maicol retomó la palabra con la misma calma que antes.
—Bien, quiero que se levanten con sus mochilas. No se muevan demasiado, solo cambien de lugar cuando yo lo indique.
Algunos se miraron con confusión, otros protestaron, y una rubia delantera levantó la voz diciendo que era injusto. El profesor ni se inmutó.
—Señor Brown. —Alcé la mano—. Usted será compañero de… —buscó en su lista— la señorita Baker.
Seguí su mirada. Era una chica de estatura baja en comparación conmigo, tal vez metro sesenta y tres. Su piel blanca parecía de porcelana y sus ojos verdes me atravesaron con desconfianza. Un mechón de su cabello castaño se movió con la brisa que entraba por la ventana, y por un segundo, juraría que ese simple gesto había dejado al aire un aroma a cerezas.
Me acerqué, intentando sacudirme una sensación extraña que me recorría la piel, como una advertencia. No era la primera vez que me pasaba, pero siempre lo atribuía a mi imaginación.
Cuando me senté a su lado, ella alzó la mirada, arqueó una ceja y soltó:
—¿Qué tanto miras?
No esperaba eso. Por su apariencia la había catalogado como callada y tímida.
Y en ese instante entendí que estaba muy, muy equivocado.