La clase terminó demasiado rápido. El tiempo vuela cuando te diviertes… y eso fue exactamente lo que pasó entre mi pequeña disputa con Allison Baker.
—Tienen plazo hasta el lunes para entregar el proyecto escrito sobre sus compañeros —anunció el señor Maicol.
Salí disparado en cuanto dio el aviso. Tenía que llamar a Andry, mi mejor amiga desde siempre. Ella había estado conmigo en los momentos más fúnebres y en los más felices. Mi hermanita, como suelo decirle. También era su primer día en la universidad y quería saber cómo le había ido. Saqué el teléfono para marcarle, pero una voz me interrumpió.
—¡Ryan!
Allison corría hacia mí por los pasillos, con una expresión decidida.
—Se ve que no eres buena con los deportes, ángel —le dije cuando al fin me alcanzó. Tenía la mano derecha en el corazón y la otra en la rodilla, jadeando.
—Sa…liste… corriendo —hizo una pausa y continuó—. No acordamos día para el proyecto. Hoy es viernes y el lunes hay que entregarlo. ¿Qué día lo hacemos?
—El día que quieras. —Le anoté mi número en el cuaderno que había dejado en el suelo.
Alcé mi mano en señal de adiós antes de escuchar su protesta y seguí mi camino. Ahora sí libre, marqué a Andry. Contestó al tercer tono.
—¡Hey! —saludé.
—Ryan, no te imaginas… —sonrió a través de la línea.
—¿Que extrañaste a este guapo hermanito tuyo? —bromeé.
—Ja, ja, ja… pues sí, pero eso no es. La universidad está increíble, ¡y los profesores son tan lindos! —chilló.
—Qué bien que te diviertas sin mí —fingí estar dolido.
—¿Cómo se te ocurre, Ryan Brown? Jamás será lo mismo sin ti.
Solté una risa.
—Lo decía jugando. ¿Hoy nos vemos?
—¿Podría ser mañana? —suplicó—. Tengo que hacer unas cosas…
—¿Otra vez ese secreto que no me puedes contar?
—Lo sabrás en su momento. —Silencio.
—Entonces mañana.
—Mañana —confirmó.
Colgué con un suspiro. Todos tenemos secretos, lo sé. Pero después de casi una vida siendo amigos, no podía aceptar que Andry me ocultara algo tan grande. Yo le contaba todo. Ella no.
El camino a casa no fue reconfortante. Lo único que me despejaba era el paisaje: el viento moviendo mi cabello negro, los susurros de los árboles. Puede sonar loco, pero desde siempre he sentido esa conexión con cosas que otros no perciben.
Cuando menos lo pensé ya estaba frente a la casa. Entré por la puerta que conduce al sótano y me tiré en la cama. El estómago crujía: había olvidado desayunar. Ya casi era hora de almuerzo y tenía dos opciones:
La comida ganó.
Subí despacio las escaleras. Estas crujieron, delatándome. Abrí la puertecilla hacia la sala y revisé a mi alrededor. Despejado. Avancé en silencio.
Las paredes rojas y blancas estaban cubiertas con retratos de los Miller. Los cuadros de mis padres habían desaparecido cuando ellos se adueñaron de la casa. Solo conservo uno, escondido bajo mi cama. Los muebles eran modernos, de color ocre, y la televisión plana colgaba frente a un sillón en forma de U.
Llegué a la cocina. Todo era blanco y moderno: mesones de granito, nevera brillante. Abrí y pensé que estaba de suerte. Si era rápido, regresaría con un emparedado y una Coca-Cola sin humillaciones.
Pero no. Mi suerte no existe.
Jack, mi primo, apareció acompañado de una rubia con pinta de modelo.
—Con que hoy se decidió aparecer el recogido —soltó Jack.
—Solo comeré y me iré —respondí con tono seco. La chica sonrió, pero solo a él.
—Ha de ser duro ser un recogido sin familia, ¿no, Ryan?
Ignoré el comentario. Entre más rápido terminara, mejor. Saqué pan, jamón, tomate, lechuga… Todo iba bien hasta que la Coca-Cola resbaló de mis manos y rodó hasta quedar bajo la nevera.
Me agaché, pero Jack fue más rápido. La pateó.
—¿Qué harás, recogido?
El calor me subió a la cabeza. Cerré los puños con fuerza. Entonces, ocurrió.
El pantalón de Jack comenzó a arder. Llamas vivas, saliendo de la nada. Abrí los puños y el fuego se extinguió de golpe. Pero ya era tarde. La alarma sonó, los rociadores se activaron, y el agua cayó sobre todos nosotros.
Tomé mi emparedado, otra Coca-Cola, y salí corriendo. Antes de irme, crucé mirada con la chica rubia: sus ojos estaban desorbitados, asustada. Y bueno… ya éramos dos.
En el sótano, después de comer, me tiré en la cama.
¿Qué diablos había pasado allá arriba?
Mi mente giraba en círculos, buscaba respuestas. Pero lo último que recuerdo antes de caer dormido… fue el olor a humo aún impregnado en mis manos.
Un olor que no debería estar allí.