Me encontraba jugando con Andry en los columpios del jardín de la casa. Éramos muy competitivos, así que apostamos un chocolate grande a quién llegara más alto. Sin duda ganaría ella; yo le temía a las alturas. Y así fue.
—¡Vengan acá, niños! —llamó mamá.
Llegué a la cocina con Andry; mamá estaba horneando galletas. Corrí a abrazarla y aproveché para robarme una. Mamá me pilló y, con una sonrisa divertida, alzó la bandeja.
—Para después —sonrió—.
Le devolví la sonrisa.
Andry buscó en la nevera su chocolate y, cuando por fin lo encontró, se lo arrebaté y salí corriendo gritando: “¡Es mío!” Subí las escaleras y elegí el cuarto de mamá. Me metí en el armario —tan grande como un mini cuarto— y me escondí entre pilas de abrigos de cuero que cubrían mi cuerpecito de ocho años. Escuchaba los pasos de Andry y ahogaba la risa. La puerta se abrió de golpe y, por impulso, me hundí más en el armario; mis pies chocaron con una pequeña caja de madera y Andry descubrió mi escondite.
—¡Te atrapé! —gritó Andry. Reí a carcajadas—. ¿Qué es eso? —preguntó, mirando la caja.
—Una caja de madera boba —saqué la lengua.
—¡Ábrela!
—No es bueno coger cosas ajenas, dice mamá —negué con la cabeza.
—¿Y si es un tesoro? —Andry me conocía y sabía que mi debilidad eran los tesoros.
—Solo miraremos un poquito —dije.
—¡Yupi! —Shhh —le tapé la boca.
Abrí la caja con cuidado, emocionado por la idea de encontrar algo. Dentro había montones de papeles.
—Qué decepción —gruñó Andry; yo asentí.
Estaba a punto de cerrar la tapa cuando un sobre llamó mi atención. Era blanco y tenía, en letras grandes y negras, la palabra “IMPORTANTE”. Una voz interior me decía: ábrelo. Y lo hice.
La carta tenía cosas que no entendía, pero logré leer una línea que heló todo en mí:
“Sra. Brown, lamentamos informarle que, debido a las células cancerígenas desarrolladas en su cuerpo y sin opciones de tratamientos efectivos para su nivel, es posible que fallezca en menos de seis meses.”
¿Fallezca…?
Desperté sudando; mis ojos estaban húmedos por el recuerdo. Suspiré y me revolví el cabello.
¿Por qué los recuerdos me atormentaban?
El sonido del celular me sobresaltó y dispersó los pensamientos, aunque no la sensación de soledad. Llamada de Andry.
—¿Hola? —contesté, bostezando.
—¡Hola! ¿Qué pasa? —su tono estaba molesto.
—¿Hola? —bostecé de nuevo—.
—Lo sabía: te olvidaste de que hoy nos veríamos, ¿verdad? —subió el tono.
Miré la hora: eran las 10:00 a. m.
Joder.
—Voy, voy, por favor no te vayas —supliqué y colgué.
Anoche estuve tan pendiente de lo ocurrido con Jack que se me pasó todo. Pero no podía seguir perdiendo tiempo en eso: seguro había tenido un cigarro encendido en el bolsillo y se consumió. Así debía haber sido.
Caminé hacia la cafetería donde vería a Andry. Llevaba pantalones negros, una camisa roja que se me ceñía un poco, tenis deportivos. Algunas chicas me sonrieron, pero no volteé: si devuelves un coqueteo, lo alimentas, y no iba por eso.
Crucé la calle principal y vi el gran letrero rojo: Bus Stop Café. No había muchas personas; aquello me alivió. Las carpas azules cubrían las sillas de afuera. Dentro, las mesas rojas con la palabra “STOP” en blanco hacían juego con las sillas. Visualicé a Andry en una mesa junto a la ventana; su cabello rojizo recogido en una cola, vestido azul que resaltaba sus ojos. Si no fuera mi hermana del alma, quizá la vería de otra manera.
Sus ojos me recorrieron y se notaba la rabia.
—Antes de que digas cualquier cosa —hice una pausa para ordenar las palabras—, tuve una discusión con Jack anoche y me acosté muy tarde recordando a mamá. —Su expresión cambió; no mentía—. Solo omito el pequeño incendio en sus pantalones y que me culpen a mí.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Andry con preocupación.
—Estoy bien —sonreí forzado.
La camarera interrumpió. La chica alta, de cabello negro y piel morena, nos preguntó la orden.
—Unas tostadas con tocino y huevo y jugo de naranja —dije. —¿Y tú, Andry? —negó con la cabeza.
—Ya comí en casa —dijo; se la veía perdida, como atormentada.
Andry y yo compartimos infancia complicada: su madre murió cuando ella tenía un año; su padre se volvió a casar y la dejó con la abuela. Los dos construimos una fortaleza a base de silencio. Decidí distraerla.
—¿Qué tal Cornell? —pregunté.
—Muy bien —respondió con una sonrisa tímida—. Me encanta todo: la infraestructura, los profesores, hasta los alumnos.
—Y NYU —dije—. Nada mal.
Allison entró al café con falda roja y camisa blanca holgada; su coleta dejó escapar mechones sueltos. Un chico la acompañaba: rubio, ojos azules, piel clara. Andry me habló de un gato que había saltado por la ventana y me distraje; la camarera trajo mi orden y devoré todo en minutos. El hambre es poderosa.
Después de intercambiar un par de miradas con Allison, decidí acercarme a hablar del proyecto.
—Ya regreso —dije a Andry; ella asintió.
—Hey, mira quién anda por aquí —dijo Allison, su mirada decía “lárgate, por favor”. Hice caso omiso.
—¿Para cuándo nuestro asunto, ángel? —guiñé el ojo.
El chico a su lado frunció el ceño.
—¿Asunto? —repitió.
—Tareas —dije—, soy su compañero obligado de biología.
—¿Solo eso, ángel? —su tono se endureció.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
—Ryan Brown —contesté sin apartar la vista de Allison.
—Ohh, Ryan Brown —dijo con sorna—.
—¿Ocurre algo? —mi tono se volvió hostil.
—Sé algunas cosas de ti —alzando los hombros—. Sé que eres el recogido de los Brown, que te encontraron junto a un basurero y que los Brown te adoptaron por lástima —sus palabras eran cuchillos que se clavaban. Era cierto. Me afectó por dentro, pero no lo demostraba: tantas humillaciones me habían enseñado a no mostrar dolor.