La novia del bosque
Decían los ancianos de Alther que el bosque no era un lugar, sino una presencia.
Que respiraba con los árboles, que soñaba en el murmullo de las hojas, y que bajo la luna de octubre recordaba los nombres de los muertos.
Por eso nadie entraba después del anochecer.
Nadie… salvo Emanuel.
Emanuel era escultor.
Vivía solo en una cabaña al borde del bosque, con las manos manchadas de arcilla y silencio.
Modelaba rostros que nadie le encargaba, cuerpos que no existían, figuras que parecían llorar bajo la luz del fuego.
Decía que no las creaba, sino que las “desenterraba” del mármol, como si cada estatua hubiera estado esperando en la piedra desde antes de nacer.
Pero últimamente, todas sus esculturas tenían el mismo rostro: una mujer joven, de ojos velados, con una sonrisa apenas insinuada, como si guardara un secreto que dolía recordar.
Una novia.
Su novia.
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A veces, en la madrugada, Emanuel despertaba escuchando su nombre entre los árboles.
Un susurro leve, casi un suspiro.
“Emanuel…”
Y aunque el viento soplaba en otra dirección, el sonido venía siempre del mismo lugar: el corazón del bosque.
Una noche, cansado de luchar contra los ecos, decidió seguirlos.
Tomó una linterna y entró, dejando atrás la cabaña, el fuego, y el límite que separaba el mundo de los vivos del de las raíces.
El bosque olía a tierra húmeda y flores muertas.
Las ramas parecían brazos torcidos apuntando al cielo.
En cada sombra, Emanuel creía ver un rostro conocido, una figura que desaparecía cuando trataba de enfocarla.
El aire se volvió más denso.
El suelo comenzó a brillar débilmente, como si la luna se filtrara por debajo, no desde arriba.
Y entonces la vio.
Una figura blanca entre los árboles.
El vestido flotaba, hecho de niebla y hojas secas.
El velo se movía con el viento, pero no había viento.
Su rostro estaba cubierto, y sin embargo Emanuel supo que era ella.
—¿Isabella? —murmuró.
La figura levantó el rostro lentamente.
Sus ojos no tenían iris, solo dos superficies pálidas donde se reflejaba la luna.
Y cuando habló, su voz no fue humana. Era el sonido del bosque moviéndose, de las raíces partiéndose bajo tierra.
—Fuiste tú quien me prometió no olvidarme.
El escultor cayó de rodillas.
La memoria lo golpeó como una ola negra.
Recordó la boda.
El incendio.
El vestido manchado de ceniza.
El juramento que no cumplió: “Si mueres, te esculpiré para que sigas viva.”
—He cumplido mi promesa —dijo con lágrimas—. Estás en mis manos, en mi arte, en cada piedra que toco.
—Pero no en tu corazón. —La voz del bosque se quebró—. Me dejaste sola entre los árboles.
Entonces, la tierra tembló.
Las raíces comenzaron a emerger del suelo, retorciéndose como serpientes.
De entre ellas surgieron figuras humanas hechas de arcilla, todas con el mismo rostro que él había tallado durante años.
Sus “obras” lo miraban con ojos vacíos.
—No eran esculturas, Emanuel —susurró la novia del bosque—. Eran los trozos de mí que seguías robando para no recordarme entera.
Las figuras avanzaron lentamente, arrastrando los pies.
Cada una pronunciaba su nombre con una voz distinta, una voz que parecía salida de dentro de su cráneo.
“Emanuel… Emanuel…”
Intentó correr, pero las raíces lo atraparon.
Sintió cómo la tierra húmeda se pegaba a su piel, convirtiéndose en piedra, absorbiendo su carne, transformándolo.
La novia se acercó.
Tocó su rostro con ternura.
—Ahora entenderás lo que es el arte inmortal.
El bosque se cerró sobre ellos.
Y el silencio volvió.
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Al amanecer, los aldeanos encontraron una nueva estatua en la entrada del bosque: un hombre arrodillado, con el rostro cubierto por hojas petrificadas, como si estuviera suplicando algo que nadie podía escuchar.
A su lado, una figura femenina, vestida de novia, sonreía con una tristeza infinita.
Las manos de piedra del hombre rozaban las suyas, pero no llegaban a tocarla.
Cada octubre, cuando la luna llena ilumina el bosque, las estatuas parecen moverse.
Algunos dicen que si te acercas lo suficiente puedes oír un corazón latiendo dentro de la piedra.
Otros aseguran haber visto al escultor caminar entre los árboles, buscando una cara que el tiempo no le permitió terminar.
Pero los que han entrado al bosque para comprobarlo…
no regresan jamás.
Dicen que el bosque se alimenta de promesas rotas.
Y que cada vez que alguien jura amar “para siempre”, una raíz nueva crece bajo la tierra, esperando el día en que ese juramento muera.