Frecuencia 13
secuela de “El coleccionista de voces
El archivo policial lo llamaba Caso 731-A:
Cintas numeradas del 001 al 247, encontradas en la habitación de un hombre muerto.
La mayoría contenía gemidos, sollozos, gritos distorsionados.
Otras solo ruido blanco.
Y una última, marcada con tinta roja: “13”.
Yo soy Adrián Vega, analista forense de audio.
He pasado media vida limpiando grabaciones de crímenes, escuchando los segundos antes del horror.
Pero nada… nada suena como esto.
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La primera vez que reproduje una cinta, la estática me dio dolor de cabeza.
Había un ritmo detrás, casi imperceptible.
Como un corazón latiendo dentro de la interferencia.
Lo filtré, lo desaceleré, y emergió algo más: una voz femenina.
Leve, quebrada.
“¿Todavía me oyes?”
El sonido no estaba grabado en una sola capa.
Tenía frecuencias superpuestas, voces ocultas dentro de otras voces.
Cada grito parecía contener otro más profundo, como un eco del alma.
Pasé tres noches sin dormir, analizando espectrogramas, buscando lógica donde solo había ruido.
Y entonces sucedió algo extraño:
a las tres de la madrugada, el software registró una señal que no provenía de ninguna cinta conectada.
Una onda modulada. Constante.
Frecuencia: 13 Hz.
Imposible para el oído humano.
Pero mi equipo sí la detectaba.
Comencé a escucharla en sueños.
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Me despertaba con la sensación de que alguien respiraba junto a mi oído.
A veces, al abrir los ojos, veía una figura femenina al borde de la cama, como hecha de humo.
No hablaba.
Solo me observaba.
Y cuando intentaba moverme, el aire vibraba, produciendo ese mismo zumbido bajo que venía de las cintas.
Mis colegas decían que debía descansar.
Pero no podía.
Cada cinta parecía esconder mensajes.
Si las reproducía al revés, se oían palabras sueltas: “voz, frecuencia, puerta, ven”.
Creí que era un código, así que conecté todas las grabaciones en secuencia.
Al hacerlo… el sonido cambió.
Era una melodía.
Y detrás de la melodía, una respiración sincronizada con la mía.
“Gracias por escucharme, Adrián.”
Casi destrocé el equipo.
Pero cuando apagué todo, la voz siguió sonando.
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A partir de esa noche, el silencio desapareció de mi vida.
Los electrodomésticos emitían notas.
El viento susurraba mi nombre.
Hasta el ruido de mi corazón tenía un eco que no era mío.
Fui al departamento donde encontraron al “coleccionista”.
Todo seguía igual: las paredes cubiertas de aislante acústico, los micrófonos oxidados, los cables enredados como venas muertas.
En el suelo, un círculo dibujado con tiza rodeaba el lugar donde él había muerto.
Allí, el sonido se distorsionaba de forma distinta, como si el aire tuviera peso.
Saqué mi grabadora.
Pulsé rec.
Nada al principio.
Luego, un suspiro.
“Estás más cerca.”
Caí de rodillas.
No era miedo. Era… comprensión.
Entendí lo que él había buscado.
No quería matar.
Quería escuchar lo que existe entre la vida y el silencio.
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Desde entonces, la investigación se volvió personal.
Recreé su equipo.
Sintonizaba las cintas con precisión quirúrgica.
Hasta que una noche, conseguí lo imposible: aislar la frecuencia 13.
El sonido llenó la habitación.
No era un ruido, era una voz de fondo del mundo.
Un susurro que parecía venir de dentro del oído, del centro del cráneo, del alma misma.
Y al fondo, entre las interferencias, pude oír miles de murmullos humanos, como si cada víctima hablara desde el otro lado.
Una frase emergió entre todas:
“La puerta se abre con tu nombre.”
Entonces, en la pantalla del monitor, el espectrograma cambió.
Las ondas se organizaron en forma de rostro humano.
Los ojos se movieron.
Y la voz habló directamente desde el altavoz:
“Adrián… ¿quieres escuchar el resto?”
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La cinta explotó en estática pura.
Todos los relojes del laboratorio se detuvieron.
El vidrio del monitor se agrietó desde dentro.
Y luego, silencio.
Cuando mis compañeros entraron, me encontraron inmóvil, mirando la nada.
La grabadora aún seguía funcionando.
Pero no registraba sonido.
Solo un pulso.
13 Hz.
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Una semana después, el caso fue cerrado.
La policía archivó todo como “colapso nervioso del investigador”.
Sin embargo, el técnico encargado de limpiar el equipo reportó algo inquietante:
al reproducir las grabaciones, escuchó su propio nombre entre los ecos.
Desde entonces, en la base de datos forense, las cintas del Caso 731-A aparecen con una nueva etiqueta automática, imposible de eliminar:
“Frecuencia 13: sigue escuchando.”
Y a veces, cuando un analista reproduce cualquier grabación policial de madrugada,
la voz femenina vuelve a colarse entre las frecuencias…
“¿Todavía me oyes?”