El signo del vacío
“El mal no entra: se despierta.”
— Fragmento del diario del padre Anselmo, 1894.
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En el monasterio de San Elíseo, los muros rezumaban humedad y oraciones olvidadas.
El aire olía a cera derretida, a incienso rancio y algo más antiguo: culpa.
Los monjes evitaban hablar después del rezo nocturno.
No porque temieran al pecado, sino porque, a esas horas, alguien más respondía.
El padre Anselmo, bibliotecario del claustro, había dedicado su vida a traducir textos prohibidos.
No por soberbia, decía, sino para “conocer al enemigo”.
En los estantes de piedra dormían grimorios con nombres imposibles, evangelios que la Iglesia había negado, y un volumen cubierto de piel oscura al que nadie se atrevía a tocar: El Signum Vacui.
Decían que no tenía autor.
Que el libro se escribía solo, lentamente, cada noche.
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Todo comenzó cuando Anselmo escuchó un sonido entre las oraciones.
No un susurro, no una voz… un intervalo de silencio demasiado perfecto, un vacío que parecía absorber el aire.
Lo oyó al recitar el salmo 91:
“No temerás el terror nocturno…”
Justo en la palabra terror, el eco desapareció.
El silencio no devolvió su voz.
Y en ese instante, supo que algo había respondido desde dentro del vacío.
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Los días siguientes, el padre comenzó a registrar incidentes:
—Cruces que giraban solas.
—Velas que se apagaban solo cuando alguien rezaba.
—Sombras que no coincidían con los cuerpos.
Los novicios empezaron a soñar con un símbolo grabado en la frente: un círculo negro que giraba lentamente, como un ojo sin pupila.
Uno de ellos se arrancó la piel con las uñas para borrarlo.
Murió sin emitir sonido alguno.
Cuando Anselmo examinó su celda, halló el símbolo dibujado en sangre en la pared.
Y debajo, escrito en latín arcaico:
“Et Verbum factum est in vacuum.”
(Y el Verbo se hizo vacío.)
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El prior ordenó sellar la biblioteca.
Pero el padre Anselmo no obedeció.
Pasaba las noches copiando fragmentos del Signum Vacui, convencido de que el libro contenía una verdad anterior al Génesis.
Según sus traducciones, el texto afirmaba que antes de Dios hubo una palabra sin sonido, un pensamiento que se negó a existir.
Ese pensamiento —el No-Creado— había sido exiliado al fondo del lenguaje humano, esperando el día en que alguien lo pronunciara por error.
Una noche, Anselmo lo hizo.
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El manuscrito describe el momento así:
“Dije su nombre sin querer, y la piedra me devolvió mi voz… pero sin mí dentro.”
Los monjes encontraron su cuerpo al amanecer.
No había señales de violencia.
Solo su rostro… vacío.
Como si la piel hubiese olvidado tener rasgos.
En la mesa quedó una nota, escrita con su propia sangre:
“No recéis. Cada palabra alimenta al que espera detrás.”
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El monasterio fue abandonado poco después.
Sin embargo, en 1974, durante unas excavaciones arqueológicas, los obreros encontraron una cripta sellada con símbolos eclesiásticos.
En su interior, había una mesa de piedra y un libro abierto: El Signum Vacui.
Las letras aún se movían, lentamente, como si el texto respirara.
El restaurador principal, doctor Lucas Moreira, intentó documentarlo.
Cada vez que fotografiaba una página, la imagen mostraba algo distinto: ojos, bocas abiertas, figuras de rodillas.
Y un símbolo circular al centro, girando con hipnótica precisión.
En las grabaciones de audio del hallazgo, se escucha al doctor susurrar:
“Parece un idioma… pero no tiene sonido.”
Segundos después, el micrófono capta un eco bajo, similar a una respiración.
Luego, nada.
El equipo desapareció esa noche.
Solo quedó la grabadora, reproduciendo un murmullo casi imperceptible, que los expertos aún no han logrado identificar.
Al amplificarlo, descubrieron que entre los sonidos se oculta una frase:
“Et Verbum factum est in vacuum…”
Y una voz, como un rezo invertido, que pronuncia lentamente un nombre que nadie ha podido transcribir sin morir antes de terminarlo.
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Desde entonces, los teólogos modernos discuten si el Signum Vacui fue una invención o un contagio.
Un virus lingüístico.
Una palabra que no debía ser pronunciada.
Un eco del pensamiento que existía antes de la luz.
Hay rumores de que el Vaticano conserva el libro en un sarcófago de plomo.
Sellado con siete capas de oración.
Dicen que el metal a veces vibra, como si adentro alguien respirara.
Y en las noches de octubre, cuando los monjes de San Elíseo recuerdan a los caídos,
se oye desde los túneles una voz hueca, una palabra sin alma:
“Verbum… Verbum…”
Alguien la está repitiendo.
Alguien la está recordando.
Alguien la está pronunciando de nuevo.
Y cuando la última sílaba sea dicha,
la creación volverá a quedar en silencio.