La casa de los abuelos
“Las casas recuerdan todo… y algunas no perdonan nada.”
—Fragmento del diario de Valeria
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La casa de los abuelos siempre me pareció demasiado grande para lo que contenía.
Cada habitación era un mundo propio: alfombras desgastadas que ocultaban secretos, lámparas que colgaban torcidas como relojes olvidados, y paredes que crujían incluso en los días sin viento.
Decían que mi abuelo había construido la casa con sus propias manos, pero no recordaba haberlo visto sonreír.
Mi abuela, en cambio, hablaba poco, pero siempre parecía saber más de lo que debía.
Cuando me mudé temporalmente para cuidar de ella, sentí que la casa respiraba.
No en sentido literal: sino que cada sombra, cada puerta cerrada, cada objeto parecía observarme.
Al principio lo atribuí al cansancio, a la nostalgia, a mi mente jugando con recuerdos.
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La primera noche escuché pasos en el piso superior.
Al subir, encontré la puerta del ático entreabierta, aunque la había cerrado con llave.
Dentro, todo estaba cubierto de polvo, pero había una silla meciéndose sola.
Una vieja mecedora que nunca había visto, que no estaba allí antes.
Cuando me acerqué, un susurro recorrió la habitación:
“Valeria…”
No había nadie.
Solo la mecedora.
Y una sensación de expectativa, como si alguien me esperara.
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Durante los días siguientes, noté otros cambios:
—La cocina tenía platos nuevos que nunca compré.
—Fotos antiguas de mis abuelos mostraban personas que yo no conocía.
—Los relojes se detenían a la misma hora, cada día, marcando las 3:03 a.m.
Mi abuela murmuraba palabras en un idioma extraño mientras tejía, y a veces me miraba como si quisiera decirme algo, pero no pudiera.
“No abras la caja de los recuerdos”, dijo una tarde.
“Nunca.”
No le hice caso.
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La caja estaba en el desván.
Pequeña, de madera oscura, cubierta de polvo y telarañas.
Al abrirla, descubrí fotografías, cartas y objetos que nunca habían pertenecido a mi familia.
Entre ellos, un pequeño espejo ovalado con marco de plata.
Reflejaba la habitación, pero no mi imagen.
En cambio, mostraba figuras que se movían detrás de mí, sombras que me miraban mientras yo permanecía inmóvil.
Fue entonces cuando escuché la risa.
No humana.
Una risa débil, metálica, que parecía emanar del vidrio mismo.
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A partir de esa noche, la casa se volvió hostil.
Las puertas se cerraban solas, los muebles se reubicaban, los cuadros parecían seguirme con la mirada.
La risa regresaba a intervalos regulares.
A veces en la cocina, a veces en el sótano.
Siempre detrás de mí, siempre cuando pensaba que estaba solo.
Una noche, mi abuela me llamó a la sala.
Estaba sentada, quieta, con las manos sobre la mesa.
“Ellos viven aquí… no nosotros.
La casa no olvida a los muertos, Valeria.
Y ellos quieren compañía.”
Cuando quise preguntar quiénes eran, su mirada se tornó distante, casi sin vida.
“El espejo… no lo mires directamente.
Te buscarán allí.”
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No pude resistirme.
Volví al desván y miré el espejo.
Al principio, solo vi mi reflejo.
Pero luego la habitación empezó a cambiar lentamente: las paredes se desdibujaban, los muebles desaparecían, y la risa llenaba todo el espacio.
Detrás de mí, figuras humanoides surgían de la penumbra.
No tenían rostro, pero sus manos parecían alcanzarme, estirándose desde el espejo mismo.
Intenté apartar la vista.
Fue imposible.
Mi reflejo desapareció y sentí que algo me empujaba hacia adelante, hacia la superficie fría del cristal.
“Valeria… ven…”
Un instante eterno después, la fuerza se retiró.
Caí al suelo, temblando.
El espejo parecía normal, como si nada hubiera pasado.
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Desde esa noche, escucho pasos en el desván todas las noches.
Veo sombras moverse en el reflejo de los objetos.
La casa no me permite descansar.
Y cada vez que paso frente al espejo ovalado, siento que algo dentro de él me observa, paciente, esperando.
Mi abuela murió hace meses.
No antes de susurrarme una última advertencia:
“La casa no es nuestra.
Solo somos invitados… y algunos invitados nunca se van.”
Ahora vivo aquí sola.
Y en cada esquina escucho la risa metálica, las voces de los que jamás debieron irse.
El cuarto de los recuerdos me llama cada noche.
Y aunque nunca miro directamente al espejo, sé que ellos siguen allí, esperando que un día no me resista.
“Valeria… ven…”
Y me pregunto si algún día lo haré.