El pueblo de los corderos
“Aquí no se reza para pedir perdón.
Aquí se reza para que Él no despierte.”
—Inscripción en la puerta de la iglesia de San Lázaro
_______________
Llegué a San Lázaro del Río en una tarde sin viento.
El camino era una cinta de polvo que se disolvía entre colinas secas y árboles sin hojas.
Venía buscando a mi hermano, que desapareció dos semanas atrás mientras viajaba para escribir un reportaje sobre rituales rurales de Semana Santa.
Su último mensaje solo decía:
“No sigas el sonido de las campanas. No son de la iglesia.”
El pueblo parecía detenido en otro siglo.
Casas de adobe, ventanas tapiadas, y una iglesia enorme en el centro, coronada por una cruz torcida.
Nadie sonreía.
Nadie hablaba más de lo necesario.
Solo observaban, con esa mezcla de desconfianza y resignación que tienen los que conviven con algo que prefieren no nombrar.
_______________
La posadera, una mujer vieja con ojos de leche, me dijo mientras servía el café:
“Si viene por su hermano, ya es tarde.
Los corderos no regresan después de la procesión.”
No entendí.
Ella me entregó una llave oxidada y señaló la ventana.
“Cuando escuche las campanas, no mire afuera.”
Aquella noche no dormí.
El aire olía a cera derretida y a humedad.
Y a eso de la medianoche, las campanas comenzaron a sonar.
No venían de la torre de la iglesia.
Sonaban desde el valle, entre los árboles.
Un tañido profundo, irregular, como si algo vivo las hiciera vibrar desde adentro.
Miré por la ventana.
No debí hacerlo.
Vi a decenas de figuras vestidas con túnicas blancas, caminando descalzas bajo la luna.
Sus cabezas estaban cubiertas por capuchas, pero algo en sus movimientos no era humano: se balanceaban con rigidez, como si los huesos no obedecieran a la carne.
Cada uno llevaba un cordero muerto sobre los hombros.
Y al frente, un sacerdote sin rostro sostenía un crucifijo de huesos que parecía latir.
_______________
Al día siguiente, busqué al párroco del pueblo.
El templo estaba vacío, salvo por el eco de mis pasos y una imagen del Cristo con los ojos cubiertos por vendas negras.
Cuando pregunté por mi hermano, el sacerdote (un hombre flaco, con voz temblorosa) me dijo:
“No lo busque más.
Él quiso entender, y eso nunca termina bien.”
Le pregunté qué significaban las procesiones nocturnas.
Él suspiró y bajó la mirada.
“No son procesiones.
Son ofrendas.”
______________
Esa tarde, encontré una libreta en la habitación donde se había hospedado mi hermano.
En las últimas páginas escribió:
“He descubierto que no veneran a Dios.
Veneran algo que vive debajo de la iglesia.
Lo llaman El Pastor Blanco.
Dicen que vino antes del primer rezo, cuando el hombre aún balaba con la bestia.
Cada año, debe alimentarse de inocentes para mantener el silencio del valle.”
Las campanas sonaron otra vez.
Más cerca.
Esta vez no quise mirar, pero el suelo tembló bajo mis pies y escuché un balido… dentro de las paredes.
El aire se llenó de un hedor agrio, como a sangre vieja.
____________
Intenté huir.
El camino estaba bloqueado.
Los habitantes estaban afuera, esperándome.
Sus ojos eran pálidos, como si la fe los hubiera vaciado.
Uno de ellos me ofreció una túnica blanca.
“No luches, hermano.
Todos somos corderos alguna vez.”
Corrí hacia la iglesia.
Dentro, la tierra estaba removida.
En el centro del altar había una trampilla abierta, y un resplandor blanquecino emanaba desde las profundidades.
El aire vibraba con un sonido húmedo, rítmico, como respiración.
Cuando me asomé, vi algo moverse: una masa viva, palpitante, que exhalaba vapor y susurraba entre rezos.
Y entre sus pliegues…
el rostro de mi hermano, pálido, sonriente, como si me invitara a unirme a él.
“Ya estás en casa, Andrés.”
____________
Desperté en medio del valle.
El sol estaba saliendo.
No había rastros del pueblo.
Solo el sonido de cencerros lejanos y una cruz blanca clavada en la tierra con mi nombre escrito.
Intenté volver al camino, pero todo era igual en cualquier dirección.
El aire olía a lana mojada y a tierra recién abierta.
Y cuando el viento sopló, escuché las campanas otra vez, esta vez dentro de mi pecho, resonando al compás de mi corazón.
“Todos somos corderos alguna vez.”
____________
Dicen que los viajeros aún oyen las campanas de San Lázaro cuando cruzan el valle.
Algunos aseguran ver luces blancas moviéndose entre la niebla.
Otros, que escuchan balidos humanos en la distancia.
El mapa ya no muestra el pueblo.
Pero si alguna vez oyes campanas lejos del camino, no las sigas.
Porque las procesiones todavía caminan bajo la luna.
Y el Pastor Blanco siempre está buscando nuevos corderos.