El último umbral de la noche

Capítulo 12

Los niños del sótano

El Orfanato de Santa Lucía estaba a las afueras del pueblo, donde el viento parecía rezar letanías en los muros agrietados. A nadie le gustaba pasar por ahí después del anochecer; los niños decían que los espíritus caminaban descalzos sobre los techos, y los viejos evitaban mirar las ventanas, porque juraban que alguien devolvía la mirada desde dentro.
Mariana llegó como maestra sustituta en octubre, justo antes del Día de los Muertos. Tenía una sonrisa amable y una fe en los niños que rayaba en lo ingenuo. Los pequeños la recibieron con timidez, y aunque el ambiente del orfanato le resultó extraño —un aire de humedad, crucifijos torcidos, el retrato de una monja con los ojos desgastados—, trató de no darle importancia.
El director, el señor Arreaga, le había dicho:

—No los deje jugar en el sótano. Ahí… guardamos cosas del pasado.

Ella asintió, sin sospechar que en esa frase se ocultaba algo más que simple desuso.
Las noches eran inquietas. A veces, Mariana oía pasos infantiles por los pasillos, risas apagadas que se detenían al encender la lámpara. Una madrugada, creyó escuchar un coro de voces cantando una canción de cuna en un idioma que no conocía. Bajó al comedor y encontró todas las sillas alrededor de la mesa, como si alguien hubiera estado allí, en una fiesta invisible.

Al día siguiente, uno de los niños —Emilio, de ocho años— le tomó la mano y le susurró: —Maestra… los del sótano quieren jugar contigo.

—¿Qué dices, Emilio?

—Los niños que no tienen sombra.
Aquella noche, la curiosidad venció al miedo. Tomó una linterna y bajó las escaleras del sótano. El aire era espeso, húmedo, casi vivo.
El haz de luz recorrió muñecas sin ojos, cajas de archivos, viejas cunas oxidadas.
De pronto, algo se movió. Un suspiro. Luego otro.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
Un grupo de pequeñas siluetas emergió de la oscuridad. Niños, pálidos, con ojos negros como pozos vacíos. Sus voces eran apenas un murmullo: —Nos dejaron aquí… Nos olvidaron…

Mariana retrocedió, aterrada.
—¿Quiénes son ustedes?

Una niña de cabello gris señaló una de las cajas de archivos. Mariana la abrió con manos temblorosas: en su interior había fichas médicas de niños fallecidos entre 1932 y 1940. Todos con el mismo diagnóstico: “Fallecimiento durante tratamiento experimental.”
El aire cambió. Las sombras se alzaron, envolviéndola.

—Ayúdanos —dijo la voz de un niño a su oído—. Diles que seguimos aquí.
Cuando los cuidadores la encontraron al amanecer, Mariana estaba sentada en medio del sótano, sonriendo con los ojos vacíos. En la pared, con tiza blanca, había escrito una sola frase repetida una y otra vez:

“Nadie abandona el Orfanato de Santa Lucía.”
Desde entonces, los nuevos empleados aseguran ver una maestra caminando entre los dormitorios, enseñando a niños que no existen.
Y cuando los más pequeños lloran por las noches, dicen que alguien los arrulla con una voz dulce que viene desde el sótano.



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En el texto hay: suspenso, paranormal y misterio, #terror

Editado: 27.10.2025

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