El último umbral de la noche

Capítulo 13

Semana Santa
En el pueblo de San Jerónimo de las Llagas, la Semana Santa no era una celebración, sino un pacto.
Cada año, los pobladores se reunían con los rostros cubiertos, vestidos con túnicas negras en lugar de moradas. Decían que así se recordaba el dolor de Cristo, pero los más viejos sabían la verdad: lo hacían para no ser reconocidos por los muertos.
Las procesiones comenzaban al caer el sol. Las velas titilaban bajo el viento caliente, y el aire olía a cera, incienso y sangre. En las paredes de las casas aún colgaban cruces talladas con uñas humanas, reliquias de un antiguo rito que nadie se atrevía a cuestionar.
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Helena volvió al pueblo después de veinte años, cuando su madre murió.
La última vez que había asistido a la procesión, tenía nueve años. Recordaba los tambores sordos, los cánticos en latín, y la figura cubierta del Cristo de los Ojos Vacíos, un crucifijo tan antiguo que la madera parecía podrida por el llanto.
El sacerdote, el mismo de entonces, seguía vivo, aunque su rostro era casi una máscara de cera derretida.
—El tiempo no pasa igual aquí —le dijo, sin mirarla—. Esta tierra recuerda más de lo que debería.
Helena sintió que el aire olía distinto, espeso, con un matiz de hierro. Las campanas resonaron tres veces, y los habitantes salieron en fila, en silencio absoluto. Todos llevaban velas.
Solo ella caminaba sin túnica, sin cubrir el rostro.
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El viernes de silencio:
Esa noche no se oyeron gallos. Ni perros.
El pueblo entero parecía contener la respiración.
Cuando Helena llegó a la iglesia, encontró las puertas entreabiertas. Dentro, los santos estaban cubiertos con mantos negros. En el altar, una figura que no reconoció colgaba de la cruz: su rostro no era de madera, sino de carne.
Los ojos abiertos. Vacíos. Pero vivos.
La procesión avanzaba, y el sacerdote murmuraba plegarias que no eran latinas, ni humanas.
De sus palabras brotaban ecos de una lengua que dolía en el oído, que vibraba como una campana bajo el agua. Las velas comenzaron a gotear sangre espesa.
—¿Por qué lo siguen haciendo? —susurró Helena.
Una anciana a su lado respondió sin mover los labios: —Porque si dejamos de hacerlo, Él despierta.
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El sábado, los hombres desenterraron a los penitentes del año anterior.
No era penitencia simbólica: los enterraban vivos bajo el suelo de la iglesia, como ofrenda, para mantener sellado el cuerpo del Dios que yacía bajo el altar.
“Cada siglo Él intenta levantarse”, decía la tradición.
Helena no quiso creerlo. Pero cuando bajó a la cripta —guiada por el sonido húmedo de una respiración que no podía ser humana— vio los cuerpos, aún frescos, aún moviéndose.
Y en el centro del sótano, un sarcófago de piedra palpitaba, como un corazón vivo.
Al tocarlo, escuchó una voz.
No era voz de hombre ni de demonio: era una súplica, un eco ancestral que susurraba:
“No soy Dios.
No soy diablo.
Soy lo que ellos crearon cuando olvidaron temer.”
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Al amanecer, el sacerdote fue hallado muerto, con la boca cosida.
El Cristo de los Ojos Vacíos había desaparecido del altar.
Helena, sola frente a la iglesia vacía, sintió que el suelo temblaba bajo sus pies.
Las campanas sonaron solas, repicando un himno antiguo.
La multitud afuera se arrodilló, llorando.
Y desde el fondo del templo, emergió una figura luminosa, con una túnica blanca y las manos extendidas… pero su rostro era una mezcla imposible de todos los que habían muerto en el pueblo.
El resucitado habló con voz múltiple:
“¿Qué celebran hoy, hijos míos?
¿Mi retorno o su condena?”
Las velas se apagaron.
Y San Jerónimo de las Llagas dejó de existir en los mapas.
Solo en Semana Santa, algunos viajeros aseguran ver un resplandor blanco entre los cerros…
Y si te acercas lo suficiente, puedes oír rezos invertidos y el eco de un corazón latiendo bajo la tierra.



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En el texto hay: suspenso, paranormal y misterio, #terror

Editado: 27.10.2025

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