El hombre de los cuchillos
Era una madrugada húmeda de octubre cuando el sheriff Malcolm Reed recibió la llamada.
Una voz temblorosa al otro lado del teléfono dijo:
—Hay alguien en el campo de maíz.
Y luego, el silencio.
El sheriff se calzó las botas, tomó su linterna y condujo hasta las afueras de Ash Creek, un pueblo que apenas se mantenía vivo gracias a una vieja planta empacadora de carne y la fe obstinada de sus habitantes.
Cuando llegó, la niebla cubría la carretera y el viento silbaba entre las cañas secas.
El olor era insoportable: a óxido, tierra húmeda y algo más… carne podrida.
Entonces lo vio.
En medio del campo, entre las sombras, alguien estaba clavando cuchillos en un espantapájaros.
Uno. Dos. Tres.
Cada cuchillo entraba en el cuerpo de paja con precisión quirúrgica.
Y aunque el espantapájaros no tenía rostro, sangraba.
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A la mañana siguiente, el cuerpo de una mujer apareció en el mismo sitio.
Le faltaban los ojos. En sus cuencas, el asesino había colocado dos semillas de maíz.
En la boca, un pedazo de papel arrugado con una sola frase escrita en tinta roja:
“El campo me alimenta.”
El pueblo se estremeció.
Las tiendas cerraron temprano. Las madres recogieron a sus hijos de la escuela antes del mediodía.
Era como si todos recordaran algo que habían querido olvidar.
El sheriff Reed revisó los archivos: hacía veintidós años, durante la cosecha de 1983, hubo una serie de asesinatos idénticos.
El culpable nunca fue hallado.
Pero antes de desaparecer, alguien escribió en la pared de un granero:
“Yo no muero. Me siembran.”
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Las voces del campo
Esa noche, el viento volvió a soplar.
Y con él, llegaron las voces.
Reed las escuchó al conducir por la carretera rural.
Susurraban entre las mazorcas, como niños que rezan al revés.
Cuando bajó del auto y apuntó con la linterna, vio algo que casi le hizo caer de rodillas:
Los espantapájaros se movían.
No caminaban, no respiraban, pero cambiaban de posición cada vez que él apartaba la mirada.
Y en uno de ellos, en el pecho, colgaba su propia placa de sheriff oxidada.
Volvió corriendo a la patrulla, pero el radio no funcionaba. Solo se oía un zumbido.
Y entre el ruido, una voz grave y rascada murmuró:
—No me enterraron. Solo esperé el otoño.
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La mañana siguiente, la iglesia estaba vacía.
El pastor había desaparecido. En el altar, encontraron su sotana doblada, una Biblia abierta en el Apocalipsis, y una hilera de cuchillos limpios.
Esa tarde, Reed visitó a la anciana del pueblo, Martha Calhoun, la única que había sobrevivido a la primera masacre.
La mujer estaba ciega y olía a naftalina y miedo.
—Dijimos que no lo volveríamos a nombrar —susurró—. Lo enterramos en el campo, donde el maíz crece rojo.
—¿A quién? —preguntó Reed.
—Al hombre de los cuchillos.
—¿Un asesino?
—No. Un dios menor.
Un dios que pidió sangre a cambio de cosechas, y que alguien despertó de nuevo cuando removieron la tierra del granero viejo.
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Esa noche, Reed regresó al campo.
No por deber, sino por una mezcla de culpa y atracción fatal.
Llevaba su arma, pero en el fondo sabía que las balas no sirven contra lo que se pudre sin morir.
El maíz crujía a su alrededor, como si respirara.
Y entonces, apareció: un hombre alto, con la piel del color del polvo, los ojos hundidos, los labios cosidos con alambre.
Llevaba un cinturón lleno de cuchillos oxidados, y en cada uno de ellos había tallado un nombre.
El último, recién grabado, decía: Malcolm Reed.
—No puedes matarme —dijo el sheriff.
El hombre sonrió, con los hilos tensándose en su boca.
> —Nunca intento matar. Solo recojo lo que sembraron los vivos.
Reed levantó el arma, pero el hombre se disolvió entre las cañas.
Al disparar, todo el campo se encendió en una llamarada de luz anaranjada.
Y desde entonces, nadie volvió a encontrarlo.
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Cada otoño, el maíz en Ash Creek crece más alto y más rojo que en cualquier otro lugar del estado.
Dicen que el viento suena como cuchillos chocando entre sí, y que si caminas solo por los campos al anochecer, puedes oír al hombre reír bajo tierra.
“El campo me alimenta.
Y el hambre nunca duerme.”