Capítulo 15

El huésped de la casa gris

Habían pasado catorce años desde que Tomás Vance juró no volver al pueblo de Gray Hollow.
Pero aquella mañana de octubre recibió una carta sin remitente, escrita con una caligrafía antigua y temblorosa:

“Esta casa aún recuerda tu nombre.
Ven antes de que las campanas suenen en la noche de los muertos.”

No había firma. Solo una mancha oscura en el papel, como si alguien hubiera apoyado un dedo ensangrentado.
Y, aun así, Edgar fue.
La vieja Casa Gray se levantaba en la colina, deshabitada desde la muerte de su tío Ambrose, un hombre excéntrico obsesionado con las almas y los espejos.
Decían que en sus últimos días hablaba con las paredes y escribía poemas con tinta negra sobre huesos de animales.

Esa noche, víspera de Halloween, la luna era una uña afilada en el cielo.
Y Tomás, con una linterna y una botella de whisky, cruzó la verja
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El aire dentro olía a polvo viejo y flores muertas.
Las paredes parecían latir, como si tuvieran un pulso oculto bajo el yeso.
En el salón principal, las velas se encendieron solas cuando él pronunció su nombre.
Tomás recordó los inviernos pasados allí, de niño, cuando su tío lo obligaba a mirar durante horas un espejo cubierto de polvo.
“Verás lo que te mira desde el otro lado”, le decía Ambrose.
Y ahora, el espejo seguía allí, intacto, como si el tiempo hubiera esperado su regreso.
El reflejo lo devolvió más pálido, más envejecido de lo que era.
Y, detrás de su imagen, vio una sombra inmóvil.
Giró de inmediato, pero no había nadie.
Solo el eco de una respiración que no era la suya.
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Al caer la medianoche, alguien golpeó la puerta.
Tres veces.
Lento. Rítmico.
Cuando la abrió, el viento trajo consigo hojas secas y el olor de la tierra húmeda.
Una figura cubierta con una capa oscura estaba en el umbral.
Su rostro, oculto por una máscara blanca, parecía hecho de cera derretida.
—La casa me llamó —dijo con voz hueca.
—¿Quién es usted?
—Fui el que vino antes. Y tú serás el que venga después.
El extraño entró sin pedir permiso.
Se sentó frente al espejo, retiró la máscara y dejó al descubierto un rostro idéntico al de Tomás … solo que pálido, con los ojos hundidos y la piel cuarteada como porcelana vieja.
—¿Qué clase de broma es esta? —preguntó Tomás, temblando.
—No hay broma, solo reflejo. —El otro sonrió—. Tú saliste. Yo me quedé en el espejo.
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El aire se volvió espeso.
Las velas chispearon, lanzando sombras que danzaban sobre las paredes.
El reflejo —o su doble— se levantó y comenzó a recitar una oración que Tomás recordaba de su niñez, una mezcla de plegaria y encantamiento:
“De carne somos, pero el alma se dobla.
Que el espejo elija al que debe quedarse,
y el que regrese no recuerde haber muerto.”
El vidrio vibró, mostrando imágenes confusas: un niño llorando frente al espejo, un hombre ahorcado en el desván, y la figura de Ambrose escribiendo nombres sobre la pared con ceniza.
Cada nombre era suyo.
—Esta casa necesita un guardián —susurró el doble—. Yo he cumplido mi turno.
Tomás retrocedió, pero el suelo crujió como si algo lo sujetara por los tobillos.
El reflejo sonrió.
Y lo empujó hacia el espejo.
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Al amanecer, la Casa Gray volvió a quedar en silencio.
Una sola vela seguía encendida frente al espejo, y en el vidrio, una figura observaba con los ojos muy abiertos, golpeando desde dentro sin emitir sonido.
El reflejo del hombre seguía allí, pero el verdadero Tomás ya no.
Cuando el reloj marcó las tres campanadas de la madrugada, la figura del espejo sonrió, idéntica a la suya, pero con una expresión de júbilo macabro.
Afuera, en la colina, comenzó a caer una llovizna fina.
Y cada gota, al tocar la tierra, parecía susurrar su nombre.
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Desde entonces, los habitantes de Gray Hollow dicen que la Casa Gray solo se ilumina una noche al año: Halloween.
Si te acercas, puedes ver una silueta tras la ventana, sosteniendo una vela, esperando a alguien.
Y si miras en el espejo del salón, verás tu propio rostro…
solo que parpadeando medio segundo después.
“Las casas no mueren.
Solo cambian de dueño.”