Frío de acero
Trabajo en la morgue del Hospital San Bartolomé desde hace catorce años.
De noche, cuando los pasillos quedan vacíos y el eco de las pisadas resuena entre los azulejos, soy la última voz que los muertos escuchan.
Mi nombre es Elías, técnico forense.
Y siempre he creído que los cuerpos hablan, aunque no tengan boca.
Algunos lo hacen con sus heridas, otros con el silencio que dejan al irse.
Pero hay cadáveres… que susurran de verdad.
No debería decirlo, pero desde hace un tiempo la morgue me observa.
Las cámaras parpadean solas.
Las bandejas metálicas se deslizan unos centímetros cuando apago las luces.
Y a veces, cuando abro una gaveta, siento que alguien respira dentro.
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Aquel lunes, recibimos un cuerpo sin identificación.
Un hombre de unos cincuenta años, piel grisácea, sin documentos, sin nombre.
Lo encontraron en las afueras del pueblo, junto a la carretera, con el rostro completamente desfigurado.
No había signos de violencia, solo una expresión congelada de horror absoluto.
Lo ingresé a la cámara número seis.
La misma que, según los empleados antiguos, “nadie quería usar”.
Dicen que esa gaveta estaba maldita desde que un médico se quitó la vida ahí dentro hace años.
Pero yo nunca he creído en esas cosas.
Mientras registraba el cuerpo, noté algo extraño:
Su corazón, aunque muerto, tenía un pequeño corte en forma de cruz.
Parecía quirúrgico, pero nadie lo había abierto aún.
Y en la lengua… una costra de cera.
Como si alguien la hubiera sellado para que no hablara.
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Esa noche el frío era insoportable.
El generador de la morgue fallaba, y el aire se volvía espeso, pesado, como si algo más que el frío llenara el lugar.
A medianoche, escuché un sonido metálico: clang… clang…
Venía de las gavetas.
Al principio pensé que era la contracción del acero por la temperatura.
Pero luego lo oí otra vez…
Y después, una voz.
> “Elías …”
Me quedé inmóvil.
Nadie debería saber mi nombre ahí dentro.
Apagué la grabadora, pero el sonido continuó, más nítido, justo detrás de mí.
“Elías … abre…”
Era la gaveta seis.
No sé qué fuerza me impulsó, pero tiré del asa.
El cuerpo seguía ahí, inmóvil.
Sin embargo, la boca… estaba abierta.
Y de ella salió una bocanada de aire helado, con un olor a incienso y formol.
Juro que escuché una voz dentro de ese aire.
Cerré la gaveta de un golpe.
Pero el metal siguió vibrando…
Como si algo dentro golpeara desde adentro.
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Los días siguientes, revisé las cámaras de seguridad.
En la grabación de esa noche, a las 2:13 a.m., se ve mi figura de espaldas frente a la gaveta seis.
Pero detrás de mí, en el reflejo del acero, se distingue claramente otra silueta.
Una figura encapuchada, inclinada hacia mi oído.
Y aunque la imagen no tiene audio, mis labios se mueven como si le respondiera.
No recuerdo haberlo hecho.
Llamé a la policía.
Al revisar el video, el oficial me dijo que no había nada.
Solo yo, hablando solo frente a un cajón vacío.
“Tal vez está muy cansado”, me dijo.
Pero cuando se fue, revisé la grabación de nuevo, y la figura seguía ahí.
Y esta vez… me miraba.
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Esa noche, mientras me preparaba para salir, encontré un sobre en mi escritorio.
No tenía remitente.
Dentro, solo había una hoja con un dibujo:
Una cruz invertida sobre un corazón humano.
Y abajo, escrito con tinta marrón:
“Devuélveme lo que me quitaste.”
No entendí el mensaje, hasta que revisé los informes antiguos.
El cuerpo sin nombre había sido donante forzoso en un caso de tráfico de órganos.
Los documentos desaparecieron misteriosamente, igual que el cirujano involucrado: Dr. Elías.
Mi propio nombre.
Pero yo nunca había estado en ese caso.
Jamás.
O eso creía.
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A las tres de la madrugada, la morgue entera se quedó sin energía.
El silencio fue tan profundo que escuché cómo los cuerpos se movían dentro de las cámaras.
Uno… dos… tres…
El sonido de los rieles metálicos.
Y el clang final: la puerta de la cámara seis abriéndose sola.
El cuerpo del hombre ya no estaba.
En su lugar, sobre la bandeja, había una cruz de carne.
Sangrante, palpitante.
Y dentro de ella… mi credencial de trabajo.
Detrás de mí, la voz volvió:
“Te dije que me lo devolvieras.”
El aire se volvió espeso, y una mano fría me sujetó el cuello.
Vi mi reflejo en el acero: mi rostro era el del cadáver, y el del cadáver… el mío.
Entonces entendí.
Yo había sido el médico.
El que robó el corazón de aquel hombre para venderlo.
El que olvidó, huyó, y se reinventó con otro nombre.
La memoria borrada, los años de remordimiento encapsulados en mi propia mente enferma.
Y él había vuelto… por su corazón.
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Cuando llegaron los guardias al amanecer, encontraron la morgue vacía.
Solo la cámara número seis estaba abierta.
Dentro, un cuerpo nuevo: el mío.
Con el pecho abierto y el corazón ausente.
En el pecho, escrito con bisturí:
“Ya está devuelto.”
Nadie supo explicar cómo entré ahí.
Ni cómo las cámaras mostraban, una y otra vez, la misma escena repetida:
Un hombre arrastrándose hacia su propia gaveta…
y cerrándola desde dentro.
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Dicen que en las noches de invierno, cuando el generador falla, se escucha desde el subsuelo del hospital el sonido de una bandeja que se abre y se cierra lentamente.
Y a veces, un susurro metálico repite:
“Frío de acero… frío de alma.”
Los nuevos técnicos aseguran que es el aire.
Pero ninguno se atreve a usar la cámara seis.
Yo tampoco.
Aunque ahora, a veces, cuando cierro los ojos, siento el metal bajo mi espalda…
y el corazón… latiendo en otro pecho.