Hojas Secas
La última tarde de octubre en Haven's Fall siempre olía a muerte dulce: a calabazas podridas, a sirope de maíz barato y, bajo todo eso, al moho húmedo y persistente de las hojas caídas. No la muerte trágica, con sirenas y luces estroboscópicas, sino el fin perezoso y esperado del año, la promesa de escarcha en el parabrisas y el resplandor amarillo de las farolas que se encienden demasiado pronto.
Esa noche, sin embargo, el olor era diferente.
Dustin Weaver, con sus once años y un disfraz casero de "Cazador de Fantasmas" que apestaba a naftalina, lo notó primero. Se cernía sobre el aire como un hedor metálico y frío, una bofetada helada en la nuca que no tenía nada que ver con el clima. Estaban en Willow Creek, la parte más antigua y, francamente, más fea del pueblo. Las casas eran viejas, con porches desmoronados y la pintura descascarada de un modo que parecía una enfermedad de la piel. Solo había dos reglas para ir a pedir dulces en Haven's Fall: nunca aceptar nada sin envolver y nunca ir más allá de la casa de la Sra. Clemmons, la última del lado este de Willow Creek.
"Mira eso," susurró su mejor amigo, Mikey, un "vampiro" regordete con colmillos de plástico ridículamente grandes. Mikey tenía el don de hacer que cada aventura pareciera una mala idea.
Dustin miró. Era la casa que estaba más allá de la Sra. Clemmons. Una mansión victoriana de tejado afilado que había estado vacía desde 1971, cuando el viejo Mr. Abernathy supuestamente se había "marchado a Florida". El césped era una alfombra de maleza muerta y el portalón de hierro forjado estaba medio abierto, chirriando ligeramente como un gemido oxidado.
Lo que atrajo su mirada no fue la casa, sino lo que había en el porche. Una única calabaza tallada. Era enorme, casi del tamaño de una llanta de coche, y su tallado era un rostro de una simpleza perturbadora: dos óvalos huecos para ojos y una sonrisa dentuda demasiado ancha. No había velas. La luz que venía de su interior era bioluminiscente, un pulso naranja sucio que se sentía eléctrico.
"Vámonos, Dust," dijo Mikey, agarrando la manga del mono de Dustin. "Mi madre dijo..."
"Tu madre está en casa viendo una película de Meg Ryan," interrumpió Dustin, el corazón latiéndole como el ala de un pájaro asustado contra las costillas. "Solo mira la calabaza. Es... perfecta."
Perfecta, pensó, de la manera en que un tumor puede ser perfectamente redondo. En la boca de la calabaza, la sonrisa demente, había algo más. No eran dientes tallados. Eran dientes reales. Amarillentos, pequeños, como los de un niño.
Y el hedor metálico era intenso ahora, casi insoportable, como el de una carnicería a pleno sol.
Dustin se acercó. Sabía que no debería. Sentía la adrenalina, ese impulso tonto que solo los chicos de once años tienen, que confunde el miedo con la oportunidad. El óxido del portalón sonó bajo sus dedos.
"¡Oye!" gritó Mikey, pero su voz sonó débil, como un silbido.
Dustin no le hizo caso. Cruzó el jardín. Las hojas secas bajo sus zapatillas Converse no hacían el habitual crujido satisfatorio; se sentían blandas, como papel mojado, y el olor de moho era mucho más fuerte.
Al llegar al porche, la calabaza casi lo cegó. La luz pulsaba, haciendo que las sombras bailaran y convirtiendo el porche en una escena de teatro de títeres. Los dientes... no estaban fijos. Se movían ligeramente, como si la calabaza estuviera masticando algo muy despacio.
Pero no era la calabaza lo que le dio el verdadero escalofrío. Fue la sombra detrás.
Junto a la puerta principal, que estaba entreabierta, había una figura. Era alta y delgada, cubierta con un abrigo largo y mugriento. No se movía. Su rostro, sin embargo, era lo que detuvo el flujo de sangre en las venas de Dustin.
No tenía rostro.
O más bien, su rostro estaba oculto por una máscara. Pero no una máscara de goma o plástico. Era una máscara de hojas secas. Millares de ellas, pegadas y superpuestas, formando una superficie rugosa y marrón que se curvaba en la forma de un cráneo humano. Los huecos de los ojos eran solo agujeros oscuros, y del orificio de la boca brotaba una única y larga hebra de cabello seco y pajizo.
Dustin no gritó. La voz se le había quedado atascada, un gran grumo de miedo en la garganta. La figura, el Hombre de la Máscara de Hojas Secas, alzó una mano. Era tan delgada que parecía una rama desnuda. En su palma, sostenía una pequeña bolsa de papel marrón. La bolsa estaba grasienta y oscura.
"Dulce o truco," susurró la figura. Su voz era el susurro de la fricción, como si las hojas en su rostro estuvieran secándose y desmoronándose con cada palabra.
Era seca. Era paciente. Era la voz de algo que había esperado allí por mucho, mucho tiempo.
Dustin, sin pensar, dio un paso adelante. Estiró la mano. Su cerebro no estaba funcionando; solo quedaba la obediencia estúpida del niño que ha sido condicionado a tomar el dulce que le ofrecen.
Cuando sus dedos rozaron la bolsa, la figura se movió. No rápidamente, sino con una lentitud deliberada, antinatural, como si el tiempo se hubiera espesado solo para ellos.
El Hombre de la Máscara de Hojas Secas se inclinó, y en el momento en que Dustin pudo oler el aliento bajo la máscara —un olor a tierra, a raíces y a una humedad antigua— el ser murmuró algo que sonó como una confesión.
"El truco es... que siempre es dulce."
Y luego, la mano de hojas secas de la criatura se cerró sobre la muñeca de Dustin. No dolía. No al principio. La sensación fue más como la de miles de arañas diminutas y crujientes que se hundían en su piel. Las hojas secas de la máscara comenzaron a temblar, no por el viento, sino por una risa silenciosa.
Detrás de él, Mikey finalmente gritó. Un sonido agudo y desgarrado que se perdió en la bruma de las luces de Halloween.
Dustin sintió un tirón. No hacia la casa. Hacia la calabaza. La luz naranja pulsante se intensificó hasta volverse dolorosa. Y cuando la figura comenzó a arrastrarlo, Dustin vio que la bolsa que había dejado caer no estaba vacía. No, la bolsa contenía un único y pequeño ojo húmedo, que lo miraba con una expresión de súplica silenciosa, antes de que el porche de la casa de Abernathy, el lugar donde la última tarde de octubre nunca terminaba, lo tragara.