El último umbral de la noche

Capítulo 19

El Reloj de Ébano y la Sombra Persistente

Era la medianoche de un octubre funesto, cuando el viento, aullando como un coro de almas sin redención a través de las almenas del viejo caserón de Ashworth, parecía conjurar la propia desesperación en el aire. Me hallaba solo. Completamente solo. Una soledad que no es meramente la ausencia de compañía, sino el peso opresivo de un aislamiento cósmico.

Desde hacía una semana, mi residencia era un mausoleo de terciopelo y sombras, y yo mismo, el vigilante melancólico de una agonía sin desenlace. La causa de esta lobreguez, oh, lector, era la reciente, y francamente incomprensible, partida de mi prometida, Annabel-Lee. Sí, Annabel-Lee. Un nombre que, al pronunciarlo, aún hace vibrar las cuerdas más sensibles de mi memoria, aunque el eco de su risa ya se haya desvanecido en el olvido, como una vela apagada por un soplo.

La había perdido, no por la mano tosca de la enfermedad, sino por una inexplicable consunción, un gradual desvanecimiento de su vitalidad que los médicos, charlatanes con sus ungüentos y sus sangrías, no supieron sino bautizar como "la fiebre de los lamentos". En verdad, era el lamento mismo el que la consumía.
Mi estudio, un recinto de altos techos envueltos en penumbras, era el centro de mi purgatorio. Estaba adornado con tapices flamencos que representaban escenas de mártires y estanterías abarrotadas de tomos encuadernados en piel de un marrón enfermizo. Pero la pieza central, el tirano de mis horas de vigilia, era el Reloj de Ébano.

Este objeto, un presente de mi padre, era un aparato de proporciones grotescas. Su péndulo, de una longitud ofensiva, oscilaba con una monotonía desesperante, pero era su sonoro tañido lo que me hacía temblar. Cada golpe de la campana, profundo y resonante, no marcaba una hora, sino que parecía excavar una capa más en mi ya fracturada cordura. Era el sonido del tiempo devorándome a mí, y no al revés.

A la doceava campanada, que resonó esa fatídica noche con la fuerza de un martillo golpeando una tumba de mármol, noté un cambio. No en el mundo exterior, sino en la interacción entre la luz de mi única lámpara de aceite y las esquinas más alejadas de la habitación. Allí, donde la penumbra se espesaba hasta volverse casi sólida, percibí una Sombra Persistente.
No era la sombra de un objeto. No se proyectaba a partir de la geometría de la habitación. Era una mancha de oscuridad, densa, que parecía haber absorbido toda la luz disponible sin dejar de ser visible. Se movía. No se deslizaba ni caminaba, sino que se ondulaba, como el humo pesado de un incienso prohibido, extendiéndose por el suelo de madera.

Al principio, mi razón —esa débil y tambaleante columna que sostenía el techo de mi cordura— intentó rechazarla. "Es un efecto óptico," me dije, mi voz un áspero graznido en el silencio. "Un simple juego de la fatiga."
Pero la Sombra no desapareció. Al contrario, se alargó hasta la alfombra persa, de un rojo oxidado, y asumió una forma. Era la silueta de una mujer. Delgada, con el cabello largo y suelto que se confundía con el negror de sí misma.
Annabel-Lee.
Mi respiración se detuvo. Mis ojos ardían. No había rostro, no había detalles. Solo la forma inconfundible, la pose familiar de mi amada, ahora un espectro de pura negrura.
La Sombra se movió hacia mí, no con prisa, sino con la lánguida indiferencia de un sonámbulo. A cada pulgada que avanzaba, la temperatura de la habitación descendía, y el hedor a moho y a tierra húmeda, el olor inequívoco de un nicho recién abierto, me inundó.
"¡Annabel-Lee!" Logré exhalar, una súplica gutural que mi propia boca apenas reconoció.
La Sombra se detuvo a un metro de mi sillón. Se cernía, pesada y muda. Extendí una mano, una mano que temblaba con una fiebre que el vino de Jerez ya no podía calmar, deseando tocarla, de sentir la frialdad prometida de su incorporeidad.
Pero la Sombra no buscaba la caricia.
Se alzó y flotó sobre el Reloj de Ébano. Y entonces, de la parte superior del Reloj, que estaba decorada con figuras alegóricas de la Desgracia, una fina lágrima, negra como tinta y viscosa como la pez, cayó sobre la Sombra.
La Sombra reaccionó. No se lamentó, sino que se hizo más densa. Se retorció, y vi —o creí ver, en el abismo de mi locura— la forma de un rostro. Un rostro de desesperación absoluta, sin boca para gritar, pero con unos ojos hechos de la misma oscuridad persistente.
Y en ese instante, el Reloj de Ébano tañó una decimotercera vez.
El sonido fue discordante, antinatural, un clang que rajó la tela misma del tiempo. El Reloj no estaba averiado; me di cuenta con un horror que superaba toda descripción. El Reloj estaba marcando una hora que solo existía para mí: la hora de mi propia rendición.
La Sombra Persistente de Annabel-Lee, alimentada por el tiempo extraído y la desesperación, se lanzó sobre mí. No hubo dolor, ni contacto frío, ni el horror del espectro tradicional. Solo la absorción. La negrura me envolvió, se deslizó bajo mis uñas, me llenó la boca y se instaló en mis ojos.
Ahora lo entiendo, lector. La Sombra no era la de Annabel-Lee, sino la Sombra de su desesperación, la cual, al encontrar un recipiente vacío —mi ser—, lo ocupó por completo. El Reloj de Ébano sigue sonando en la oscuridad. Y yo, el vigilante, soy ahora una mancha más en el tapiz del estudio, esperando que alguien más, algún alma solitaria y quebrantada, escuche el tañido de la decimotercera hora.



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En el texto hay: suspenso, paranormal y misterio, #terror

Editado: 27.10.2025

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