El último umbral de la noche

Capítulo 20

El Zumbido Bajo el Mármol Frío

El doctor Silas Albright vivía en un estado de crepúsculo perpetuo. No solo por las horas que pasaba bajo las fluorescentes tristes de la morgue del Condado de Blackwood, sino porque la luz del día, para él, se había vuelto un rumor distante, una cortesía que la naturaleza ofrecía a los menos... comprometidos.
Su único santuario era la Sala de Autopsias Tres. Las paredes estaban revestidas con azulejos de un color verde pálido que recordaba a la bilis. El aire, pesado y frío, olía a formaldehído, cloro y, siempre, a esa inconfundible dulzura de la carne que ya no está viva. Era un olor que Silas había llegado a considerar su propio perfume, un signo de su vocación.

Sin embargo, en las últimas semanas, un nuevo elemento se había infiltrado en su soledad profesional. Un zumbido.
No era un sonido fuerte, ni siquiera agudo. Era más bien una vibración sorda y persistente que se sentía en los huesos del oído, como el murmullo de un transformador defectuoso, o, peor aún, el rumor de la sangre espesándose demasiado.

Silas, un hombre de rutina férrea –un detalle kingiano que hacía que su caída fuera más dolorosa–, intentó ignorarlo. Revisaba los ventiladores, comprobaba las unidades de refrigeración, incluso golpeaba los viejos tubos de ventilación. Nada. El zumbido permanecía, una nota baja y constante, amplificada por el mármol y el acero de la sala.

Una noche, mientras preparaba al "Caso 447" (un vagabundo ahogado en el río Tarlac), el zumbido se intensificó justo cuando Silas hizo la incisión inicial. Fue tan fuerte que el bisturí vibró ligeramente en su mano enguantada.
Fue entonces cuando la atmósfera se volvió poeana. La realidad se dobló.

Silas se inclinó sobre el cuerpo. El vagabundo tenía los ojos grises y vidriosos, fijos en el techo. Silas se dijo que el miedo y la melancolía que sentía no eran más que el reflejo de sus propias noches sin dormir. Pero al mirar más de cerca, creyó ver que el zumbido no venía del aire, sino de la mesa de metal.
La mesa vibraba. Y bajo el mármol frío, no, no era un transformador.

"Es la Muerte, ¿verdad?", susurró Silas a la figura inerte, su aliento condensándose. "El sonido que hace la Muerte al intentar salir."

El terror de Silas no era la visión de un fantasma, sino el horror de la lógica quebrantada. Si el zumbido era la vida intentando escapar de la muerte, significaba que la morgue no era un final, sino un lugar de transición forzada y dolorosa.
A partir de esa noche, el zumbido adoptó un ritmo. Se detenía justo después de la autopsia. Y se reanudaba en cuanto Silas, exhausto, se sentaba en su silla de cuero a rellenar el papeleo. Era una especie de queja o, peor, una anticipación.

Silas dejó de dormir en casa. Hizo un nido improvisado de batas limpias en un rincón de la sala de examen adyacente. Necesitaba estar allí. Necesitaba escuchar, necesitaba comprender el patrón. Estaba siendo consumido por la necesidad de un conocimiento que sabía que lo destruiría.
Un amanecer, mientras la luz pálida y fría se filtraba por una ventana alta, Silas tuvo una epifanía grotesca.
El zumbido no venía de la mesa. No venía del cuerpo. El zumbido, pensó con la claridad helada de la locura, venía del sótano de la morgue.

Blackwood tenía una vieja leyenda urbana: debajo de las cámaras frigoríficas principales había una cámara de bóvedas del siglo XIX, sellada y olvidada. La gente de la ciudad decía que ahí abajo enterraban a los no identificados o a los que no merecían el cementerio bendito.

Silas se levantó. Su cuerpo se sentía ligero y hueco. Ya no le importaba el hedor, ni el frío. La única pulsación real en el mundo era el zumbido bajo sus pies.
Encontró la escotilla. Estaba detrás de un viejo archivero, cubierta de polvo y el olvido de décadas. Una llave oxidada, que había colgado de un clavo en el armario de limpieza "por si acaso", encajó con un clic de fatalidad ineludible.

Abrió la escotilla. El aire que surgió de la oscuridad era una exhalación fétida, una mezcla de sulfuro y desesperación añeja. El zumbido, aquí, era ensordecedor. Ya no era una vibración; era el sonido de miles de criaturas minúsculas trabajando.
Silas encendió su linterna.

Vio el descenso de escaleras de piedra. Pero en la pared de piedra junto al primer escalón, la luz se detuvo en algo. Un pequeño y descuidado agujero.
Y de ese agujero, con el mismo ritmo hipnótico y sordo, no emergía aire, sino tierra negra. Partículas de barro seco, como las que llenan las cuencas de los ojos de los ahogados, que fluían constantemente hacia la sala de autopsias.

Silas se arrodilló, su rostro demacrado ahora iluminado por la luz de la linterna. Extendió la mano. La tierra oscura era fría y húmeda. La recogió en su palma y la acercó a su nariz.

Y en ese momento final de la verdad, Silas comprendió el origen del zumbido y el olor. No era una máquina. No era la Muerte. Era el trabajo paciente y subterráneo de algo orgánico que se alimentaba y se movía lentamente, consumiendo lo que estaba debajo, empujando la tierra hacia arriba a través de la fractura.
El zumbido era el sonido de la tierra bajo la morgue, removida por algo cuyo apetito era el hueso y cuyo ritmo era el lento, interminable tic-tac de la eternidad.
Silas sonrió, una mueca seca de entendimiento. Se llevó la palma llena de tierra a la boca, la saboreó –amarga, salada, un sabor a lodo antiguo–, y murmuró:

"Sí. Es la Decimocuarta hora. Y es tan dulce."

Luego, con la certeza de un hombre que finalmente encuentra su lugar, se bajó por la abertura, en busca de la fuente del zumbido, dejando solo su linterna abandonada y la figura del Caso 447 como mudo testigo sobre el mármol frío.



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En el texto hay: suspenso, paranormal y misterio, #terror

Editado: 27.10.2025

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