El Valle de las Rosas

Capitulo 3

Davina entró en la habitación asignada, y al primer vistazo, su gesto se torció en una mueca de desesperación. Aquello no tenía nada que ver con los lujosos dormitorios de Londres, con cortinas de seda, lámparas de cristal y alfombras mullidas que apagaban cualquier ruido. Las paredes, pintadas en un tono crema ya gastado por los años, estaban desnudas salvo por un par de pequeños cuadros de paisajes galeses, demasiado sobrios para su gusto. No había dorados, ni espejos ornamentados, ni molduras que atraparan la mirada. Solo simplicidad. A la izquierda, un estante de madera clara, de líneas rectas, albergaba unos pocos libros: salmos, manuales de jardinería y un tomo de poesía romántica. Davina pasó la mirada por los lomos con un suspiro dramático; en su mente ya los catalogaba como “aburridos”. El suelo, de madera de roble, crujía suavemente bajo sus pasos. Estaba desnudo salvo por una pequeña alfombra ovalada de lana tejida a mano, colocada al pie de la cama. Davina probó a pisarla con la punta del zapato: áspera, pero cálida.

La cama, hecha de hierro forjado pintado de blanco, era estrecha en comparación con la suya en Londres, nada comparado con su colchón que era tres veces del tamaño ese. Al sentarse sobre el colchón pudo comprobar que se sentía suave y no magullado, con los resortes por fuera, al menos podría dormir con tranquila, aunque con menos espacio del cual estaba acostumbrada. Las sábanas eran de color rosa, perfectamente dobladas, desprendían un olor fresco a jabón y a sol, pero carecían de bordados o encajes. Sobre ellas descansaba una colcha de lana color marfil, simple pero prolija. A los pies de la cama había un baúl de madera con herrajes oscuros, sin duda destinado a guardar sus pertenencias. Frente a la ventana, un tocador pequeño con espejo ovalado la observaba con indiferencia. Tenía apenas espacio para un par de peines y un frasco de agua de rosas. A su lado, una silla tapizada en lino crudo parecía invitar a sentarse solo para tareas prácticas, nunca para el ocio. El techo, bajo y con vigas de madera expuestas, acentuaba la sensación de intimidad… o de encierro, según los ojos de Davina. La única concesión al encanto estaba en la ventana, enmarcada por cortinas de lino blanco que dejaban pasar la luz con dulzura. Al abrirla, el aire fresco del valle entraba cargado del aroma de las rosas del jardín, y el canto de los pájaros se colaba con descaro. Davina se dejó caer sobre la cama, hundiendo apenas la espalda en el colchón firme. Miró al techo con dramatismo y exclamó para sí:

—Si sobrevivo este verano, será un milagro digno de escribirse en los periódicos.

Solo cuando pudo estar realmente sola sin la compañía de sus hermanas pudo respirar con tranquilidad. Ahora debía pensar en como librarse de las restricciones de su tía, por ahora, debía de conseguir su afecto o al menos su aprecio para poder vivir con tranquilidad el resto del verano. De repente sintió sus ojos pesados, el viaje había sido pesado, no habían tenido tantos descansos como hubiera deseado, pero el chofer insistía en que si tomaban tantos descansos nunca llegarían a Gales. Ahora que finalmente había llegado a su destino, se sentía tan irreal, como si todo formará parte de un sueño muy lucido y que en cualquier momento despertaría y se encontraría otra vez en el interior de los lujos de su mansión. ¿Por qué sentía que todo le había sido arrebatado? Sabía que debía de mejor, pero para su mala suerte, era demasiado impulsiva, debía mejorar eso si deseaba encontrar un marido. Suspiro cansada, tal vez debería dejar de pensar y solo rendirse ante su cansancio.

—Lady Compton el baño esta listo —grito una de las criadas, detrás de su puerta provocando que se despertará de golpe—.

Davina suspiro frustrada, de verdad que quería dormir, el baño podía esperar, no es que si fuera a saludar a su tía en ese momento. Pero no podía desquitar su furia, no en estos momentos donde su vida depende de la mano de su tía para mandarla directo a un monasterio. Esa sería la peor tragedia para Davina quien es de todo menos creyente. Se calmó, primero respiro profundamente para no maldecir a la criada que la acababa de despertar. Debía de conseguir el apoyo de su tía, al costo que fuera.

—Puede pasar —la invito—. Muchas gracias por su ayuda.

El par de criadas al abrir la puerta le hicieron una reverencia llevaban en sus manos dos cubetas de agua caliente.

—Buenas tardes, señorita —dijo la mayor de ellas, de cabello rubio cenizo trenzado en la nuca—. Su baño está listo en la habitación contigua.

Detrás de un biombo de madera, ya la esperaba una bañera de cobre llena de agua tibia, de la que ascendían volutas de vapor. El aroma a jabón de lavanda impregnaba el aire. Las doncellas, acostumbradas a la rutina, se acercaron a Davina con gesto práctico. Una comenzó a desabrochar con destreza los botones de su vestido, mientras la otra retiraba sus guantes y sombrilla. Davina arqueó una ceja, a la vez sorprendida y complacida por la atención.

—¿Y cómo os llamáis? —preguntó con un tono dulce, aunque no sin cierta curiosidad calculada.

La rubia respondió primero, inclinando apenas la cabeza:

—Soy Margery Blythe, señorita.

La otra, de ojos oscuros y cabello recogido en un moño apretado, añadió:

—Y yo, Elinor Price.

Davina sonrió con un brillo astuto en la mirada. Margery y Elinor... útiles, quizá mucho más de lo que parecen. Pensó que, en un lugar tan aislado como Rosemere Hall, la confianza de las doncellas podía ser la llave para inclinar el favor de su estricta tía. Dejó que la ayudaran a desvestirse por completo, con teatral resignación, y se hundió en la bañera, disfrutando al menos del calor que contrastaba con el aire fresco de Gales. Mientras las jóvenes le enjabonaban los hombros y el cabello con la mayor discreción, Davina se permitió charlar, adornando sus palabras con risitas encantadoras que parecían hipnotizar a las chicas, poco acostumbradas a tanta coquetería. Al terminar, Margery la envolvió con una toalla gruesa y Elinor trajo un camisón de lino blanco con ribetes de encaje. Ambas la vistieron con manos diligentes, acomodando los pliegues del camisón y cepillando su cabello hasta dejarlo suelto sobre la espalda. Cuando al fin la vieron lista, iluminada por la luz temblorosa de la lámpara de aceite, las doncellas se miraron entre sí con un leve gesto de admiración. La sencillez del camisón no restaba nada a su porte; al contrario, su belleza parecía más pura y evidente.



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En el texto hay: amor de verano, epocavictoriana, romcom

Editado: 07.10.2025

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