El carruaje avanzaba lentamente por los caminos empedrados, sacudiéndose con cada bache, mientras Davina se refugiaba en el rincón del asiento, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Las cortinas de terciopelo rojo filtraban la luz de la tarde, tiñendo el interior de un aire sofocante.
—¡Maldito sea mi destino! —murmuró con rabia apenas contenida, golpeando con la palma contra el asiento acolchado—. Ahora tendré que convertirme en la cuidadora de ese hombre… como si fuera mi castigo personal.
Sherlyn, sentada frente a ella con el porte erguido y una calma que contrastaba con la furia de su sobrina, dejó escapar una sonrisa satisfecha. Sus ojos brillaban con un matiz de triunfo.
—Oh, querida, no seas tan dramática —respondió, ajustándose los guantes de encaje con parsimonia—. No comprendes la magnitud de lo que acaba de suceder. Esta es una oportunidad única para ti.
Davina la fulminó con la mirada, incrédula.
—¿Oportunidad? ¿De qué me hablas, tía? —replico confundida—. ¿No has visto quién es? Apenas puedo respirar bajo esa mirada de hielo, me deprime el solo verlo.
Sherlyn ladeó el rostro con serenidad, como quien revela un secreto a medias.
—El duque es un hombre poderoso, sí, pero también un hombre solitario —murmuro con astucia—. Estoy convencida de que no le desagradará la compañía de una chica joven y hermosa como tú. Tal vez incluso… la agradezca más de lo que imaginas.
El rubor encendió las mejillas de Davina, aunque no por timidez, sino por furia contenida.
—¡Basta! No quiero escuchar más de tus insinuaciones —cortó, girando el rostro hacia la ventana para evitar la mirada complacida de su tía—. Jamás podría fijarme en un hombre como él, así que tía, puede irse despidiendo del titulo de duquesa… nunca lo seré.
—El no es tan mal hombre como piensas Davina —insistió—. Deberías intentar conocerlo…
—Jamás.
—Cuida tus palabras —le advirtió—. Recuerda que afuera pueden escucharnos.
Estaban siendo escoltadas por el propio mayordomo principal de Hamilton, solo que presentía que ocupaban privacidad, así que decidió hacerle compañía al chochero.
—Entonces asegúrate de no hacerlo enojar más —le recordó—. Lo menos peor que podría pasar es que hable con tu padre.
El carruaje se llenó de un silencio pesado, apenas interrumpido por el repiqueteo de los cascos de los caballos contra la piedra. Mientras Sherlyn sonreía con aire satisfecho, convencida de haber asegurado un destino ventajoso para su sobrina, Davina sentía que su libertad se alejaba cada vez más, como si aquel viaje no la llevara de regreso, sino directo a una prisión. El carruaje se detuvo finalmente frente a Rosemere Hall y Davina bajó con un suspiro de alivio, como si al poner un pie en el sendero empedrado escapara, aunque fuera por unas horas, de la sombra del duque. El sol comenzaba a ocultarse tras los montes de Glamorgan, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y violetas que iluminaban los jardines de la finca con un resplandor casi mágico. Sherlyn descendió tras ella con calma, recogiendo su falda con la elegancia que siempre la caracterizaba. Sus ojos chispeaban con ese aire satisfecho que irritaba a Davina.
—Agradece, muchacha, que no te haya llevado directo al monasterio —dijo con suavidad, aunque con esa severidad escondida en la voz que siempre lograba acallar cualquier respuesta.
Davina no contestó. Caminó hacia la entrada, intentando ignorar la mirada cómplice de Henry Whitmore, que se despedía con una inclinación respetuosa antes de volver al carruaje. El mayordomo regresaba a Ravenscroft, y con él, se iba también la paz de Davina. Al entrar al vestíbulo, sus hermanas ya aguardaban, expectantes. Barbara, con expresión seria y protectora, fue la primera en hablar.
—¿Qué has hecho ahora, Davina? —preguntó en un tono que mezclaba preocupación y reproche.
Catherine, en cambio, sonrió de manera tímida pero maliciosa, inclinando la cabeza con falsa inocencia.
—¿Acaso golpeaste a un noble otra vez?
Davina levantó el mentón con altivez fingida, aunque en su interior hervía de frustración.
—No lo comprenderían, así que no malgastaré mis palabras —replicó, avanzando con pasos rápidos hacia la escalera.
Sherlyn cerró la puerta tras de sí y murmuró, lo bastante alto para que sus sobrinas la escucharan:
—Será mejor que se prepare. Mañana comienza una nueva etapa para nuestra querida Davina.
Aquella frase resonó en el aire como una sentencia. Davina se detuvo un instante en el primer escalón, con el corazón acelerado, sabiendo que lo peor estaba aún por llegar.
—¿Qué etapa tía Sherlyn? —preguntó Catherine curiosa—.
—No se preocupe tía, hicimos que Wendy preparará té para su llegada —respondió Barbara—. ¿Por qué no tomamos té las tres juntas y nos cuenta lo sucedido?
Sherlyn se rio al mirar el rostro de curiosas que sus sobrinas mayores no podía disimular, así que las siguió dejando que Davina se perdiera en sus aposentos.
Davina cerró la puerta de su habitación de un golpe seco, apoyando la espalda contra la madera como si estuviera conteniendo una avalancha. Las sombras de la tarde se filtraban por las cortinas de encaje, proyectando figuras alargadas sobre el suelo de madera pulida. En ese silencio espeso, la rabia y la impotencia se hicieron presentes de golpe, subiéndole al pecho como un nudo. Arrojó los guantes sobre la cama, uno tras otro, sin cuidado, dejando que cayeran como plumas rosadas sobre la colcha blanca. Se arrancó los broches del cabello con manos temblorosas, dejando caer los rizos desordenados sobre sus hombros. Sentía las mejillas arder, no sabía si de vergüenza, de ira o de una mezcla amarga de ambas.