El Valle de las Rosas

Capitulo 11

El carruaje se detuvo frente a la imponente entrada del Castillo Ravenscroft. Davina, aún perdida en sus pensamientos, ni siquiera esta vez se intereso por observar el paisaje para ella era como si la estuvieran llevando a su celda personalizada o peor aún a su infierno. Solo se dedicó a estar recostada en el sofá del carruaje mientras miraba el techo hasta que el cochero le anuncio que había llegado a su cruel destino. fue recibida por Whitmore, siempre correcto, quien la ayudó a descender. Todo lucía igual de imponente que antes, todo parecía tan antiguo y a pesar de eso, se encuentra bien conservado, seguramente el esfuerzo de varios como Whitmore.

—El duque la está esperando —informó con voz solemne—. Desea compartir el desayuno con usted.

—¿El desayuno? —preguntó sorprendida—.

La sorpresa se reflejó de inmediato en los ojos de Davina. Estaba convencida de que, por su estado, aquel hombre apenas tendría apetito o siquiera costumbre de sentarse a la mesa. Sin embargo, la condujeron hacia los jardines, donde un sendero bordeado de rosales la llevó a un rincón oculto entre los arbustos y setos perfectamente podados. Allí apareció ante ella una construcción que parecía salida de un sueño: un invernadero de cristal. Era octogonal, con altas paredes de ventanales que se unían en arcos metálicos finamente labrados con motivos florales. Cada vidrio reflejaba la luz de la mañana, transformando la estructura en una joya transparente que brillaba bajo el sol. La cúpula superior culminaba en un pináculo elegante, y desde sus ventanales se podía divisar el azul del cielo, como si el espacio se abriera al infinito.

El jardín que lo rodeaba estaba tapizado de rosales en plena floración, cuyos tonos rosados y blancos impregnaban el aire con un perfume dulce. Caminos de grava delimitaban cuadros de flores y arbustos recortados con precisión, creando un laberinto simétrico que conducía directamente a la puerta del invernadero. Davina se detuvo unos instantes, embelesada. Jamás hubiera imaginado que el duque escondiera un rincón tan delicado y hermoso en su propiedad. El contraste entre la fría piedra del castillo y aquel santuario de cristal y flores le pareció desconcertante, casi como si pertenecieran a dos mundos distintos.

—De donde saca tantos lujos —murmuro para sí misma.

El aroma dulce de las rosas y el frescor húmedo de la tierra recibieron a Davina en cuanto cruzó el umbral del invernadero. El techo de cristal se alzaba imponente, dejando que la luz de la mañana se filtrara a través de los vitrales y se esparciera como un velo dorado sobre las flores. Columnas plateadas, cubiertas de enredaderas y capullos aún por abrir, se alzaban a cada lado, sosteniendo un techo de hojas y pétalos que parecía creado más por dioses que por manos humanas. El aire vibraba con el murmullo de insectos y el susurro del follaje. Al centro, un elegante candelabro de cristal pendía desde lo alto, destilando reflejos que danzaban entre los colores vibrantes de las hortensias, peonías y lirios que llenaban cada rincón. La mesa rectangular, de madera pulida y rodeada por sillas tapizadas en tonos marfil, estaba ya dispuesta con un desayuno digno de un rey: teteras humeantes, dulces recién horneados, frutas frescas y una vajilla delicada que parecía tan frágil como el cristal de las flores.

De pie, junto a la mesa, la doncella que la había recibido el día anterior la esperaba con una ligera inclinación de cabeza, lista para asistirla en lo que necesitara. A su lado, Whitmore, erguido y correcto, observaba la escena con esa serenidad imperturbable que parecía caracterizarlo. Y frente a la cabecera, sentado en su silla de ruedas con la espalda recta y los ojos puestos en ella, estaba Sirius Hamilton. La quietud de su porte contrastaba con la vitalidad que lo rodeaba, pero su sola presencia llenaba el invernadero con un aire de expectación. No dijo nada de inmediato, limitándose a contemplarla mientras la luz del sol lo bañaba, como si incluso el día aguardara a que él diera la primera palabra. Davina puso en practica lo que había ensayado en la mañana: le hizo una reverencia al mismo tiempo que lo saludaba.

—Buenos días, su excelencia —lo saludo—. ¿Cómo ha estado su mañana?

—Hoy decidí que quería estar al aire libre —respondió sincero—. Normalmente no me gusta estar paseando, pero esta vez, creo que puedo tolerarlo.

—Me alegro su excelencia.

Davina tomó asiento frente a la espléndida mesa, donde los colores del banquete parecían competir entre sí por llamar su atención. Intentando no ponerse nerviosa, pero era una tarea bastante difícil ya que aquellos ojos grises la miraban con tanta intensidad que lograban penetrar sus defensas. Había panecillos tibios que desprendían un aroma a mantequilla recién derretida, mermeladas de frutos rojos en pequeños cuencos de cristal, lonjas finas de jamón y queso servidas con primor, y frutas dispuestas con tanto cuidado que semejaban un cuadro: uvas verdes que brillaban como esmeraldas, higos partidos mostrando su corazón carmesí, y duraznos de un dorado perfecto. El té, servido en una porcelana blanca con detalles dorados, desprendía un perfume delicado a jazmín.

—Es un desayuno espléndido, duque Hamilton —comentó Davina con una sonrisa contenida, intentando disimular su sorpresa ante tanta abundancia—. Diría que el invernadero entero se ha confabulado para servir de escenario a esta mesa.

Sirius la observó en silencio por unos segundos, como si calibrara la autenticidad de sus palabras. Luego, con un dejo de ironía, replicó:



#1428 en Novela romántica
#435 en Otros
#196 en Humor

En el texto hay: amor de verano, epocavictoriana, romcom

Editado: 29.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.