Davina apenas se atrevía a alzar la vista, pero al adentrarse en los aposentos de Sirius, sus ojos fueron inevitablemente atraídos por la magnificencia de la estancia. El azul profundo de las paredes le envolvió de inmediato, como si se tratase del mismo cielo nocturno convertido en un refugio íntimo. Las molduras doradas se dibujaban en arabescos elegantes, creando la impresión de que cada rincón había sido trabajado con paciencia y reverencia. Levantó la mirada y contuvo el aliento: el techo abovedado se alzaba en toda su grandeza, un océano de azul coronado por un candelabro imponente. Aquella pieza, tallada en cristal blanco y adornada con velas encendidas, derramaba una luz cálida que iluminaba la habitación como si fuera un templo privado. El suelo de madera clara brillaba bajo el resplandor, impecable, apenas cubierto por una alfombra amplia y bordada que extendía sus tonos azulados y plateados frente a la cama.
La cama misma parecía un trono de descanso: imponente, con un dosel sencillo enmarcando el cabecero tallado, y cubierta por sábanas y colchas de un azul más suave que armonizaban con cojines blancos y azules. Todo estaba dispuesto con exactitud, sin un pliegue fuera de lugar. Las largas cortinas de terciopelo colgaban hasta rozar el suelo, pesadas y majestuosas, enmarcando la enorme ventana que se abría hacia un paisaje de mar y cielo. La luz del día entraba tamizada, proyectando un brillo marino que competía con las velas del candelabro. La decoración era sobria pero majestuosa: espejos con marcos dorados, estanterías discretas empotradas en los arcos de la pared, y muebles en tonos claros que suavizaban la intensidad del azul. Había un equilibrio perfecto entre grandeza y calma, como si aquel espacio fuese un reflejo íntimo del propio Sirius. Davina no pudo evitar un estremecimiento. Aquella habitación no era solo la de un noble, era el santuario de un hombre que cargaba con su mundo en silencio.
Davina avanzó hasta la pequeña mesa junto a la ventana, donde depositó la canasta que llevaba consigo. La abrió con cuidado y empezó a sacar uno a uno los bocadillos que había preparado: pequeños panecillos de mantequilla, mermelada de frutos rojos y dulces sencillos envueltos en papel encerado. Sirius la miraba con un gesto contenido, como si no supiera si debía aceptar aquella cercanía después de lo ocurrido el día anterior. Sin embargo, la calidez en las manos de Davina mientras colocaba todo frente a él lo desarmó.
—Le aseguro que están deliciosos.
Sirius asintió despacio y probó uno de los panecillos. El silencio se volvió ligero, casi confortable, mientras compartían el improvisado desayuno. No había necesidad de palabras; solo el crujir del pan y el aroma de la mermelada llenaban el aire. Cuando terminaron, Davina sacó de la canasta un libro encuadernado en cuero. Sus dedos se detuvieron un instante en la portada, como si dudara si debía mostrarlo.
—¿Y qué piensa hacer con eso? —preguntó Sirius con cierta ironía suave, alzando una ceja.
Ella lo miró con una chispa en sus ojos celestes, aún enmarcados por una tristeza que no terminaba de marcharse.
—Leerle.
Jaló con decisión una silla de terciopelo azul y la colocó junto a él. Se acomodó en ella con gracia natural y abrió el volumen: Emma, su libro favorito. Sirius la observó en silencio mientras ella comenzaba a leer, su voz clara y melodiosa llenando la habitación. La cadencia de sus palabras, la entrega con que pronunciaba cada frase, le hicieron sentir algo extraño en el pecho, un peso que se volvía emoción pura. Durante unos minutos, solo escuchó. El sonido de su voz suavizaba la aspereza de sus pensamientos, y en un rincón de sí mismo se sorprendió conmovido por aquel gesto tan simple, tan pequeño, y al mismo tiempo tan significativo. Sirius la observaba con atención, el murmullo de su voz llenaba el aire con fragmentos del libro, hasta que, en un instante de pausa, él rompió el silencio.
—¿Se identifica con Emma? —preguntó, su tono más curioso que burlón.
Davina alzó la mirada, sorprendida por la pregunta. Cerró el libro sobre sus rodillas, acariciando la portada con las yemas de los dedos.
—Las dos somos iguales de ricas, bellas e inteligentes —ironizo—. Claro que me identifico con ella, las dos hemos vivido una vida sin preocupaciones gracias a nuestros padres.
—¿Tan superficial es Davina?
Esta solo sonrió divertida ante su comentario, después de puso pensativa, tomándoselo enserio.
—Sí… aunque no de la manera en que todos lo hacen. Emma es testaruda, a veces arrogante, incluso un poco ciega a los sentimientos de los demás —dijo con una pequeña sonrisa—. Y yo… reconozco que también actúo sin pensar demasiado en lo que puede provocar mi carácter.
Su voz bajó un poco, tornándose más seria.
—Pero lo que más me une a ella es que, en el fondo, solo quiere ser querida y útil, aunque tropiece una y otra vez. Se esconde tras una fachada orgullosa, pero lo que desea es pertenecer. No me parece tan diferente de mí.
—Yo pensé que mencionaría por lo entrometida y arrogante —se sinceró—. Y que no respeta ningún limite de lo moral.
Davina soltó una pequeña carcajada.
—Solo en algo difiero con Emma —le confeso—. Yo si tengo deseo de casarme, claro con un buen prospecto y si tiene un título es mejor.
—No esperaba nada más de alguien tan oportunista como usted —respondió sonriente—. No podría distinguir a Mr. Knightley, aunque lo tuviera enfrente.