Davina se giró hacia Sirius, y por un momento, ambos se quedaron en silencio, compartiendo una mirada de consternación. Él dio un paso hacia ella, pero no dijo nada; solo asintió, como dándole permiso de marcharse sin preocuparse por nada más. Davina salió casi corriendo de la habitación, con Penny siguiéndola de cerca. Al llegar al vestíbulo, encontró a sus hermanas, Catherine y Barbara, ambas con los ojos enrojecidos y semblantes abatidos. Catherine se levantó en cuanto la vio, corriendo hacia ella para abrazarla.
—Davina… —su voz temblaba—. Es nuestra querida tía… Está muy grave.
Detrás de ellas, Whitmore observaba con el ceño fruncido, sosteniendo su sombrero contra el pecho.
—He ofrecido enviar por un médico del pueblo —dijo con tono preocupado—, aunque si prefieren, puedo acompañarlas personalmente.
Catherine negó con la cabeza.
—Gracias, señor Whitmore. Ya hemos mandado llamar a un médico en Cardiff. Dicen que llegará antes del anochecer. Pero… —su voz se quebró—, la tía pidió ver a su sobrina querida. Quiere despedirse de ella.
Davina sintió que el suelo se le movía bajo los pies. Un nudo le oprimió el pecho, y por un momento, no pudo hablar. Solo asintió, con los labios apretados, y tomó la mano de Barbara.
—Entonces debemos irnos ahora —dijo con urgencia.
Whitmore asintió, ordenando al mozo que preparara el carruaje de inmediato. Sirius apareció en lo alto de la escalera, observando la escena en silencio mientras Davina y sus hermanas se dirigían hacia la puerta. Ella levantó la vista y lo encontró por un instante: sus ojos grises estaban llenos de preocupación. Davina le sostuvo la mirada un segundo antes de desviar la vista, apretando los labios para contener las lágrimas. El carruaje partió poco después, dejando atrás el castillo de piedra. Mientras los campos se extendían a su alrededor, Davina se quedó mirando por la ventanilla, con las manos unidas sobre su regazo. Jamás pensó que volvería a la finca de su tía bajo aquellas circunstancias. El paisaje familiar, que solía reconfortarla, ahora le resultaba ajeno. Había comenzado a acostumbrarse al castillo, a sus pasillos fríos y al sonido del mar a lo lejos. Allí, entre sus muros, había aprendido a discutir, a reír, a sentirse viva otra vez. Pero ahora… todo aquello se sentía lejano. Su corazón estaba en otro sitio: en el castillo que había dejado atrás y en la salud de la única familia que le quedaba. El traqueteo constante del carruaje acompañaba el silencio tenso que llenaba el interior. Davina observaba por la ventanilla, viendo los árboles desfilar a ambos lados del camino, pero su mente estaba muy lejos de allí. Tenía el ceño fruncido y las manos crispadas sobre el regazo. No podía dejar de pensar en su tía Sherlyn. ¿Cómo era posible que hubiera caído tan gravemente enferma en tan poco tiempo? Hacía apenas dos semanas que se había despedido de ella, rebosante de salud, riendo mientras la reprendía por su impulsividad. “Debió de ser el maldito campo”, pensó con frustración, “siempre he dicho que los insectos campestres son portadores de desgracias”. Se giró de golpe hacia Barbara, que estaba sentada frente a ella con una expresión algo apática.
—¿Cómo se enfermó la tía? —preguntó alarmada—. ¿Qué tan grave es? ¿Fiebre? ¿Tos? ¿O algo peor? ¡Dímelo, Barbara, por favor! ¿Está a punto de encontrarse con el creador?
Barbara abrió la boca, pero antes de que pudiera responder, un sonido extraño rompió el aire. Un ligero temblor, un jadeo contenido… y luego, una carcajada. Davina giró el rostro hacia Catherine, quien trataba sin éxito de cubrirse la boca con la mano.
—¿Catherine? —preguntó confundida—. ¿Te has vuelto loca de la pena?
Pero su hermana mayor no pudo contenerse más: se dobló hacia adelante riendo a carcajadas, al punto de que las lágrimas se le escaparon por los ojos.
—¡Oh, Davina! —gimió entre risas—. ¡Tú cara! ¡De verdad pensaste que la tía estaba moribunda!
Davina la miró boquiabierta, sin comprender una sola palabra.
—¿Qué… qué dices?
Barbara, más tranquila, soltó un suspiro resignado y se pasó una mano por el rostro.
—Te lo dije, Catherine. Te advertí que era una pésima idea —dijo decepcionada—. Pero claro, tú insististe en tu “plan brillante”.
—¿Plan? —repitió Davina, cada vez más confundida—. ¿Qué plan?
Catherine, aun riendo, se recostó contra el asiento y la miró divertida.
—Vamos, no pongas esa cara —confeso entre risas—. Fue solo una pequeña mentirita… nada grave.
El carruaje pareció detenerse por un instante. Davina parpadeó, su expresión oscilando entre el desconcierto y el horror.
—¿Qué… has dicho? —susurró con voz temblorosa.
Barbara la observó con compasión, mientras Catherine contenía otra risotada. El silencio que siguió fue tan denso que el traqueteo de las ruedas contra el camino sonó como un trueno. Davina se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos, procesando lentamente lo que su hermana acababa de admitir. Su tía no estaba moribunda. No había ningún médico de Cardiff. Y todo… todo había sido una mentira. Una pequeña mentirita.
—Oh perdóname querida Davina —se disculpo entre risas—. Pensaba aguantarme hasta llegar a la finca, pero hermana, no puedo tomarte enserio con ese uniforme de criada… es tan divertido.