El día del gran baile finalmente amaneció. La mansión rebosaba de movimiento: sirvientes corriendo con cintas, perfumes y cofres de joyas; el sonido de los carruajes resonaba a lo lejos, y en los pasillos se respiraba una expectación eléctrica. En el tocador, Davina y Penny contemplaban en maravilladas el vestido que portaba su querida hermana que se encontraba enfrente de ellas alistada para asistir al baile en su lugar. El vestido que llevaba era una obra de arte nacida de la oscuridad y la elegancia: un corsé de terciopelo en profundo tono violeta, bordado con hilos de plata y salpicado de diminutas gemas que centelleaban como estrellas bajo la luz de los candelabros. Las mangas, de un negro intenso, se extendían como alas de murciélago en encaje translúcido, rozando apenas la piel de sus hombros. La falda era un océano de capas en negro y púrpura, con pétalos de tul iridiscente que se abrían y cerraban con cada movimiento, dando la ilusión de una flor nocturna en pleno esplendor. Entre las telas, destellos dorados formaban guirnaldas de flores y monedas diminutas que tintineaban con un sonido casi hipnótico.
El conjunto estaba coronado por cadenas doradas que cruzaban el corsé, sosteniendo pequeños talismanes en forma de soles y lunas, un contraste sutil con el misterio del tono púrpura. Pero lo que más llamaba la atención era el antifaz.
Una mariposa morada de alas finamente caladas cubría la mitad superior de su rostro, sus bordes delineados en filigrana dorada. Desde el antifaz caía un delicado velo negro de encaje, que ocultaba el color real de sus ojos, dejando ver apenas la curva de sus pestañas y el brillo calculado de su mirada. El velo, al moverse con la brisa, daba la impresión de que aquella dama era una aparición etérea, una sombra nacida del crepúsculo.
—Es perfecto —murmuró Penny, sin poder disimular el orgullo en su voz.
Davina asintió lentamente, con una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Lástima que no pueda usarlo yo —dijo con fingida melancolía, aunque en su mirada centelleaba la satisfacción del triunfo—.
En su lugar, era Catherine quien lo vestiría. Todo había sido planeado con precisión. Cada hilo, cada palabra, cada gesto. Davina no asistiría al baile… al menos, no como todos creían. Su verdadero propósito no era brillar bajo las lámparas de cristal, sino robarse algo mucho más valioso: la atención, la devoción, y quizá el corazón de Sirius. Para eso, debía asegurarse de que todos —incluida lady d’Aubigné, su más inminente rival— la vieran en el baile. Que nadie, absolutamente nadie, sospechara que ella no estaba allí. El único inconveniente eran los ojos. Catherine tenía los suyos verdes, mientras que los de Davina eran de un azul celeste. Por un momento, había considerado usar a Barbara, pero su cabello negro la habría delatado al instante. Era más sencillo disimular el color de los ojos que el del cabello. Por eso, mandó diseñar la máscara con un velo de tul negro, lo bastante espeso para difuminar la mirada, pero lo bastante ligero para no parecer extraño. Nadie lo notaría; todos estarían demasiado ocupados admirando la magnificencia del conjunto.
—Catherine y yo tenemos casi la misma estatura —pensó Davina, mientras Penny ajustaba el velo sobre la máscara—. Solo un poco más alta que yo, pero nada que unos tacones no disimulen.
Las dos tenían la misma complexión, mismos rasgos, misma elegancia. Salvo por esos ojos… Una diferencia tan pequeña que el mundo jamás la notaría. Davina tomó aire, observando cómo su hermana terminaba de prepararse.
—Recuerda lo que debes hacer —susurró con una calma que solo una mente peligrosa podía mantener.
Catherine asintió, un poco nerviosa, pero fascinada por la audacia del plan.
—No sé porque te estoy ayudando para empezar —comentó sarcástica—. Pero solo asegúrate que el futuro cuñado le encuentre un buen partido a su futura cuñada.
Y mientras el carruaje se preparaba en el patio y la música del baile ya resonaba a lo lejos, Davina se reclinó en su silla, envuelta en sombras, con una sonrisa satisfecha. Su plan estaba en marcha.
—Solo recuerda que Odette es alguien engañosa —le advirtió Davina—. No hagas nada indecente, recuerda que vas a fingir que eres yo.
—No te preocupes hermanita, tu querida Odette no sabe con quién se mete —le aseguro—. Nadie puede engañarme.
Eso era verdad, Catherine era la más astuta de todas ellas, ni siquiera Davina podía ganar a la mente aguda de su hermana. No por nada su hermana era comparada con la belleza de una Amapola tan hermosa como letal. Un solo suspiro podría traerte la desgracia, esa era Catherine.
—Bien el momento ha llegado —anunció Davina—. Nada puede fallar…
—¿Ya has pensado querida hermana que harás si el duque me reconoce? —inquirió Catherine.
—Jamás podría reconocerte —dijo confiada—. Solo no hables o habla muy grueso para despistarlo, como quiera no debes de preocuparte de eso hermana, ni siquiera tendrás la oportunidad de hablar con él.
—¿Ah no? —preguntó curiosa—. Adivino que tendré un lindo paseo con lady D’Aubigné.
—Exactamente, ella ni siquiera te reconocerá —le reconforto—. Pero si tiene sus dudas, se perfectamente que puedes disipárselas.
—Bien entonces nosotras dos nos marcharemos en un mismo carruaje y el duque en otro —menciono Catherine— ¿Qué harás si Odette se da cuenta que el carruaje del duque no esta y decide regresarse?