Dentro del carruaje, la atmósfera había cambiado. Las luces del exterior se desvanecían poco a poco, reemplazadas por el suave tintineo de las bridas y el murmullo de la noche. Sirius, con una expresión que mezclaba serenidad y picardía, sacó una cinta de seda y se inclinó hacia Davina.
—Confía en mí —susurró, mientras cubría con delicadeza sus ojos. La tela rozó su piel con un gesto tan suave que Davina apenas contuvo una sonrisa nerviosa.
—¿Qué estás tramando, Sirius? —preguntó con una mezcla de curiosidad y ansiedad, sus dedos aferrándose al dobladillo de su vestido.
—Te encantará este lugar —murmuró él cerca de su oído, su voz grave y pausada—. Pero necesito que sea una sorpresa.
El carruaje avanzó un rato más hasta detenerse finalmente. Sirius bajó primero y, tomándola de la mano, la ayudó a descender. El aire olía a tierra húmeda y a flores, un aroma dulce que se intensificaba con cada paso. Davina podía escuchar el crujido de las hojas bajo sus zapatos, el susurro de un riachuelo cercano y el canto de los grillos, todo envolviéndola en un misterio delicioso.
—¿Sabes por qué se le llama el Valle de las Rosas? —preguntó Sirius, guiándola con cuidado entre lo que parecía un sendero oculto.
—No —respondió ella, intentando adivinar su entorno—. Aunque ahora muero por saberlo.
Sirius sonrió, sin que ella pudiera verlo.
—Hace siglos, uno de mis ancestros, de la Casa Hamilton, mandó construir un jardín escondido entre el bosque —le relato—. Dicen que plantó un camino entero de rosales para que su amada pudiera encontrarlo en secreto cada noche.
Davina soltó una pequeña risa.
—Suena a un hombre desesperado por amor.
—Lo estaba —respondió Sirius, con un tono más suave—. Sus familias nunca les permitieron estar juntos. Pero como muestra de su devoción, él les dejó a sus descendientes este jardín… su refugio, su legado. Desde entonces, el valle tomó su nombre: el Valle de las Rosas.
Hubo un silencio breve, solo interrumpido por el murmullo del viento.
—Pocos conocen su ubicación exacta —continuó él, con voz grave—. Solo los miembros de mi casa. Y ahora… —tomó una pausa, acercándose un poco más a ella— ahora es tuyo también.
El roce de su aliento contra la piel de Davina hizo que su corazón latiera con fuerza. Aún con los ojos cubiertos, podía sentir la sinceridad en sus palabras… y la promesa que se ocultaba detrás de ellas. El sonido de los pasos se detuvo. Davina sintió que el aire a su alrededor se volvía más fresco, perfumado, como si el viento llevara consigo la esencia de miles de flores. Sirius se movió detrás de ella, sus manos rozando con cuidado la cinta que cubría sus ojos.
—¿Lista? —susurró.
Davina asintió, su voz apenas un hilo
— Lo estoy.
Con un movimiento suave, Sirius retiró la venda. Por un instante, la oscuridad se transformó en luz y color. Ante sus ojos se extendía un jardín como ningún otro: un sendero de piedra serpenteaba entre un mar de rosales en plena floración, sus pétalos bañados por el resplandor plateado de la luna. El aroma dulce y profundo llenaba el aire, mientras faroles de cristal, colgados de los árboles, iluminaban el entorno con un brillo cálido y tembloroso. El murmullo de un arroyo cercano se mezclaba con el crujir de las hojas y el suave rumor del viento. Davina dio un paso al frente, maravillada.
—Es… hermoso —susurró, casi sin aliento.
Sirius la observaba con una sonrisa tenue, complacido ante su reacción.
—Este es el Valle de las Rosas —dijo con voz baja—. El mismo que mis antepasados guardaron con tanto celo. Nadie más, fuera de mi familia, lo ha visto en siglos.
Davina se giró hacia él, la mirada encendida de emoción.
—¿Y por qué mostrarlo… a mí?
Sirius se acercó despacio, acortando la distancia entre ambos.
—Porque creo que ningún jardín merece quedarse oculto para siempre… —sus dedos rozaron un mechón de su cabello, acomodándolo detrás de su oreja— y porque tú mereces conocer su historia.
El viento levantó suavemente los pliegues de su vestido, haciendo que la luz de los faroles se reflejara en el delicado encaje rosado. El jardín entero parecía contener el aliento, como si también él esperara la respuesta de Davina. Ella sonrió, todavía conmovida, y dijo en voz baja:
—Nunca imaginé que detrás de tus silencios se escondieran cosas tan hermosas, Sirius Hamilton.
Él río suavemente.
—Tampoco imaginé que tú serías capaz de dejarme sin palabras.
El silencio que siguió no fue incómodo, sino pleno, cargado de esa calma que solo existe cuando dos almas se reconocen sin necesidad de decir nada más. El cielo se había vestido de estrellas, cada una titilando con la calma de un suspiro lejano. El aire nocturno era fresco, y el perfume de las rosas se mezclaba con el murmullo del agua que serpenteaba entre los senderos. Davina caminaba lentamente, la falda de su vestido rozando el empedrado cubierto de pétalos, mientras Sirius, apoyado en su bastón, la acompañaba a su lado con paso tranquilo. El sendero de rosas se extendía como un río de color pálido, iluminado por faroles de cristal que lanzaban destellos dorados sobre las flores abiertas. A cada paso, las ramas se mecían suavemente, dejando caer algunos pétalos que parecían flotar en el aire antes de posarse sobre el suelo como diminutas estrellas caídas del cielo. Davina alzó la mirada, fascinada por la inmensidad del firmamento reflejándose en el agua cristalina que corría junto al sendero.