El Valle de las Rosas

Capitulo 34

El eco del bastón resonó firme sobre el mármol del pasillo antes de que la puerta del salón se abriera. Sirius Hamilton entró con paso seguro, apoyándose ligeramente en su bastón, el porte erguido, el semblante sereno. Llevaba un abrigo oscuro y el cabello recogido con pulcritud, cada movimiento medido y digno de un noble en pleno dominio de sí mismo. Davina ya se había marchado del salón, alzó la vista observando la mirada prepotente de su madrastra. No había esperado verlo tan pronto… ni tan recuperado. La princesa Amelia se volvió hacia él. Por un instante, sus ojos se abrieron con una mezcla de sorpresa y desconcierto. No lo había visto tan firme desde hacía años. Pero tan pronto como la sorpresa asomó, fue sustituida por una sonrisa elegante, calculada.

—Sirius, querido… —dijo con una voz melosa, extendiendo las manos—. Qué alegría verte tan… repuesto.

—Gracias, alteza —respondió él, inclinando la cabeza con educación, aunque sus ojos grises permanecían fríos—. Me esfuerzo por seguir las recomendaciones médicas.

—Y se nota —comentó ella, avanzando un paso—. Pareces mucho mejor de lo que imaginaba. Es un alivio para todos.

“Para todos”, pensó él con ironía, observando el brillo gélido tras esa sonrisa. Sirius se acercó y, con cortesía impecable, tomó asiento frente a ella.

—Me contaba Lady Compton que el baile fue un éxito —comenzó Amelia, con un tono casual que no disimulaba la intención—. Y justo pensaba que es momento de hablar de algo importante… tu matrimonio.

Sirius apoyó el bastón junto a la mesa, cruzando una pierna sobre la otra con calma.

—No será necesario, alteza —replicó, cortante—. Ya he tomado una decisión.

Amelia parpadeó, fingiendo sorpresa.

—¿Ah, sí? —preguntó con voz herida—. Y no consideraste prudente pedirme mi opinión. Al fin y al cabo, no seré tu madre biológica, pero he velado por ti desde que eras joven.

—Por supuesto que lo consideré —repuso él con una sonrisa cortés—. Pero preferí no importunarla con trivialidades.

El gesto de la princesa se tensó por un segundo, aunque mantuvo la sonrisa.

—Buscar a la futura duquesa de Hamilton no es ninguna trivialidad, Sirius —dijo con firmeza, su tono azucarado tornándose acerado—. Ahora que tu salud ha mejorado, eres un partido codiciado. Podría presentarte a damas de alta cuna, hijas de duques, incluso de princesas. No deberías conformarte con… simples marquesas.

Sirius inclinó la cabeza con un deje burlón.

—¿Ya conoció a Lady Compton, entonces?

—Por supuesto —repuso Amelia, con el mismo aire glacial—. Y me temo que no te conviene.

Una risa breve, seca, escapó de los labios de Sirius. La miró directamente, sin rastro de sumisión.

—Me temo, alteza, que es ella quien no se beneficia de este compromiso —dijo con calma helada—. O acaso lo ha olvidado… usted y mi difunto padre se encargaron de despilfarrar buena parte de la fortuna familiar. Lo único que heredé fueron deudas y una reputación manchada por su afición al lujo.

El rostro de Amelia se tensó por un instante, aunque se recompuso al instante, mostrando una sonrisa helada.

—Qué manera tan injusta de hablar de tu familia, Sirius.

—Mi familia —corrigió él, levantándose con ayuda del bastón—, murió junto con mi madre. Desde entonces solo me quedan los recuerdos… y las cuentas por pagar y le recuerdo alteza que nunca me visito mientras estaba enfermo, así que debería de redefinir su concepto de haber velado por mí.

El silencio cayó como una losa. Sirius hizo una ligera reverencia, su mirada fija en la de Amelia.

—Le ruego me disculpe, alteza. Lamento no ser el hijo ejemplar que usted esperaba… ni el partido que querría mostrar a la alta sociedad.

Y sin esperar respuesta, tomó su bastón y se giró hacia la puerta.

—Ah, y una última cosa —añadió con voz baja pero firme, sin volver la vista atrás—. Agradezco su visita. Pero le ruego no vuelva a hablar de Lady Compton como si fuera una de sus negociaciones. Ella no está en venta.

Dicho eso, abandonó el salón, dejando tras de sí un silencio tan espeso que podía cortarse con un suspiro. Amelia permaneció inmóvil, con los labios apretados, la mirada fija en la puerta por donde se había ido. Luego, lentamente, volvió a sonreír.

—Veremos cuánto te dura la insolencia, Sirius —murmuró para sí, con voz casi inaudible—. Todos los hombres de esta familia terminan cediendo… tarde o temprano.

El reloj del pasillo marcaba las diez cuando Sirius, apoyado en su bastón, llegó hasta los aposentos de Davina. No había esperado tanto para verla; la sola idea de que Amelia hubiera irrumpido de esa forma lo tenía aún alterado. Golpeó suavemente la puerta, y al oír su voz cansada al otro lado, entró. Davina se hallaba de pie frente al ventanal, con las manos entrelazadas y la mirada perdida en el jardín cubierto de bruma. Su rostro estaba pálido, aunque en sus ojos persistía ese brillo tembloroso de tristeza y orgullo.

—No escuches una sola palabra de lo que dijo —dijo Sirius, cerrando la puerta tras de sí—. Sabes bien que todo lo que sale de su boca está teñido de veneno.

Davina giró despacio hacia él.



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En el texto hay: amor de verano, epocavictoriana, romcom

Editado: 19.11.2025

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