La lluvia caía con una furia incesante, empapando los jardines y convirtiendo los caminos en riachuelos de barro. Davina estaba allí, sentada en el suelo, el vestido pegado a su piel, el cabello goteando sobre su rostro. El lodo le cubría las manos y el borde de la falda, pero no se movía. No importaba el frío, ni el temblor en sus labios. No se iría. El portón de hierro permanecía cerrado, las luces del interior del castillo titilaban a lo lejos. “Déjenme verlo”, murmuró por enésima vez, aunque nadie respondía. Sabía que no debió dejarlo solo. Lo supo en cuanto la carroza dobló el sendero y el castillo desapareció de su vista. Sabía que algo tramaban, que aprovecharían su ausencia para hacerle daño. Y por poco lo lograban. Se apretó los brazos, intentando contener el temblor. No de frío, sino de miedo. “Solo quiero verlo… solo saber que está vivo”, pensó, con la garganta ardiendo. Pero se negó a llorar. No todavía. No hasta que lo viera con sus propios ojos. El sonido de pasos sobre el fango la hizo alzar la vista. Entre la cortina de lluvia, una figura se acercaba apresurada, sosteniendo un paraguas que apenas resistía el viento. Era Penny, jadeante, con el rostro enrojecido y los zapatos hundiéndose en el barro.
—¡Davina! —exclamó al verla—. ¡Por los cielos, estás empapada!
Davina se levantó de golpe, corriendo hacia ella, la esperanza encendida en sus ojos.
—¿Cómo está? —preguntó sin preámbulo—. Dime que está bien. Dime que Sirius...
Penny bajó la mirada, apretando el mango del paraguas.
—Lo siento —susurró—. Te fallé.
—No digas eso —la interrumpió Davina, tomando sus manos con fuerza—. No importa lo que haya pasado, dime cómo está él.
Penny respiró hondo.
—No dejan que nadie se acerque. Ni a mí ni al señor Whitmore nos permiten entrar a sus aposentos. Su alteza ha ordenado que nadie lo vea hasta nuevo aviso. Apenas pude escabullirme para venir.
—Entonces te enviaron para convencerme de marcharme —dijo Davina con una sonrisa amarga.
Penny guardó silencio. La lluvia golpeaba el paraguas con un ritmo implacable.
—Por favor, Davina… debes ir por ayuda. Los doctores están con él, pero… dicen que es grave. Muy grave.
La voz de Penny se quebró al pronunciar las últimas palabras. Davina sintió que el suelo se le desvanecía bajo los pies.
—No… —murmuró, negando con la cabeza—. No me iré. No hasta verlo.
—Escúchame —insistió Penny, con lágrimas mezclándose con la lluvia—. Si te quedas aquí, no lograrás nada. Pero si vas por el doctor Thompson y por el teniente Howells… ellos podrán ayudar. Thompson tiene autoridad médica, y teniente… sabrá cómo convencer a su alteza.
Davina apartó la mirada hacia las luces del castillo, como si su voluntad pudiera atravesar los muros y llegar hasta él. Luego respiró hondo.
—Está bien —dijo al fin, con voz firme—. Iré por ellos. Pero juro que volveré.
Penny asintió con un leve sollozo.
—Y yo me encargaré de que el camino esté despejado cuando regreses. Lo prometo.
Ambas se abrazaron bajo la lluvia, el agua empapando sus ropas y borrando las lágrimas. Luego, Davina se separó, se giró hacia el camino, se subió nuevamente a su caballo viendo por una ultima vez el castillo mientras montaba a toda velocidad de regreso a su hogar para volver con ayuda. No se detendría por nada del mundo, su único pensamiento era ver a Sirius y no se detendría hasta volver hacerlo, solo podía pensar en él y rezaba una y otra vez en su mente para que Dios lo cuidará. Con esos pensamientos logro llegar nuevamente a Rosemere Hall donde se detuvo bruscamente frente a la entrada de la finca. La lluvia seguía cayendo con furia, y el relámpago que cruzó el cielo iluminó a Davina descendiendo sin esperar ayuda, el vestido pegado al cuerpo, las botas cubiertas de lodo. Corrió hacia la puerta principal sin siquiera cubrirse, empujándola con ambas manos. Dentro, el calor del fuego y el aroma del té llenaban el vestíbulo. Lady Sherlyn, su tía, se levantó sobresaltada del sillón al verla entrar, seguida de Barbara y Catherine, que exclamaron con espanto.
—¡Davina! —gritó Barbara, corriendo hacia ella—. ¡Por todos los cielos, estás empapada! ¿Qué ha pasado? ¿Tuviste un accidente?
—¿Te lastimaste, querida? —preguntó su tía con voz preocupada, tomando su rostro entre las manos—. Estás temblando…
Davina la apartó suavemente, respirando con agitación.
—No tengo tiempo para explicaciones —dijo con voz temblorosa pero firme—. Tía… ¿conoce a los Howells?
Lady Sherlyn parpadeó, confundida.
—¿Los Howells? Claro, son nuestros vecinos. ¿Por qué lo preguntas?
—Necesito que mande a un sirviente de inmediato —pidió Davina, avanzando un paso—. Que vaya por el teniente Howells. Que le diga que debe venir, ahora mismo.
Barbara la miró alarmada.
—Davina, ¿qué ocurre? ¿Es algo grave?
Ella asintió rápidamente, el cabello pegado al rostro, los ojos ardiendo de urgencia.
—Su alteza no deja que nadie vea a Sirius —dijo entre jadeos—. Ni siquiera a los médicos de confianza. Algo pasa… algo muy grave. Y si no actuamos pronto, temo que pueda ser demasiado tarde.