El Valle de las Rosas

Capitulo 45

Davina suspiro profundamente antes de girar lentamente el picaporte de la puerta de los aposentos de Sirius. Abrió la puerta con un empujón tembloroso, preparada para cualquier cosa… menos para lo que realmente vio. Se estaba mentalizando en encontrar una terrible escena, tal vez al doctor Thompson mencionando que Sirius ya había fallecido, encontrarlo agonizando, o en sus últimos momentos. Pero no se había preparado para presenciar aquella escena horrorosa; El cuarto estaba en penumbra, apenas iluminado por una lámpara vacilante, el olor a humedad, medicinas y tormenta se mezclaba en el aire. Y allí, frente al lecho, estaba Amelia inclinada sobre Sirius, sosteniendo una almohada, presionándola con fuerza contra su rostro. Un sonido ahogado —un jadeo, un quejido, quizás un susurro de agonía— escapó de entre las telas.

El mundo de Davina se detuvo. Se quedó congelada. De pie. Inmóvil. El corazón dejó de latir por un instante. Su mente, saturada por la lluvia, el cansancio, el miedo, no procesó nada durante unos segundos interminables. No había palabras. No había pensamiento. Solo horror puro. Se había mentalizado para presencia cualquier tipo de escena aterradora, pero jamás en su imaginación pensó que estaría presenciado ese tipo de escena. Luego, del horror vino el fuego. Un fuego feroz, visceral, que le subió desde las entrañas hasta la garganta. Un fuego que devoró cualquier duda, cualquier pena, cualquier fragilidad. Cuando Amelia volteó al escuchar la puerta, su expresión pasó del sobresalto… al pánico absoluto.

—¿Tú…? —murmuró, helándose.

No tuvo tiempo para más. Davina se lanzó sobre ella con un grito que nació del corazón y del dolor acumulado. La empujó con tanta fuerza que Amelia cayó al suelo, soltando la almohada, jadeando como una rata acorralada.

—¡Está loca! ¡Se ha vuelto loca! —chilló Amelia intentando alejarse a gatas—. ¡Es culpa de Sirius, es culpa de ese…!

La frase no terminó, claramente Davina no dejo que terminará, alguien debía de pagar por todas sus frustraciones. Davina la alcanzó de un tirón del cabello, arrancando un alarido de la mujer. La levantó solo para estrellarle una bofetada con una fuerza que hizo eco en las paredes. Amelia quedó aturdida, pero Davina no se detuvo. Otra bofetada. Y otra. Cada golpe la hacía retroceder, tambalearse, llorar, suplicar.

—¡Auxilio! ¡Alguien que me ayude! ¡Me está ata…!

Davina no iba a escucharla. El fuego en su pecho ardía tan alto que no podía oír nada más que su propia respiración furiosa, el pulso retumbando en sus oídos, la visión oscurecida por la ira. Amelia intentó cubrirse, pero Davina la tomó de los hombros, la sacudió con violencia y, en un movimiento impulsivo y feroz, la calló con un solo golpe, seco y directo, que la hizo desplomarse contra el suelo, jadeando y sin fuerzas para emitir un solo sonido más. La tormenta rugió fuera del castillo. El silencio rugió dentro de la habitación. Y Davina, temblando, con las manos ardiendo por los golpes y el cuerpo empapado por la lluvia y el sudor, se giró al fin hacia Sirius. Aún vivo. Aun respirando. Aún con ella a su lado.

La puerta se abrió de golpe debido al escandalo que estaban montando ambas, seguramente sus gritos atrajeron a más personas. Whitmore entró primero, seguido de cerca por el doctor Thompson, Penny, Colette y Odette. Venían armados con lámparas, voces alteradas y el temor a un intruso que pudiera atacar a Amelia o a Sirius en su estado delicado. Pero lo que encontraron los dejó paralizados. Davina estaba encima de Amelia, golpeándola en el suelo sin piedad. El cabello de la princesa estaba revuelto, la cara hinchada y enrojecida por los golpes, y su corona caída rodaba por las tablas del piso. Davina tenía los ojos encendidos, las manos temblorosas, el vestido empapado y enlodado; parecía una figura salida de una tormenta. Al percatarse de su presencia, levantó la mirada apenas un instante. Los ojos llenos de furia y dolor. Amelia, desesperada, intentó aprovechar ese momento.

—¡Sálvenme! —suplicó con la voz rota—. ¡Está loca! ¡Whitmore, por favor…!

Davina no permitió que dijera más. Le descargó otro golpe que hizo que Amelia chillara.

—¡Perro rabioso! —gritó Odette, echándose hacia adelante junto con Colette—. ¡Suéltela ahora mismo! ¡Es Su Alteza!

Intentaron agarrar a Davina por los brazos, pero ella se las quitó de encima con una facilidad brutal, como si fueran muñecas de porcelana. Las empujó con fuerza; ambas salieron despedidas hacia atrás, cayendo al suelo con un grito. Y Davina volvió a abalanzarse sobre Amelia, ignorando los chillidos, ignorando los ruegos, ignorando todo lo que no fuera el rostro que había intentado sofocar a Sirius bajo una almohada.

—¡Basta! —tronó el doctor Thompson.

Whitmore, con el rostro horrorizado, se lanzó al mismo tiempo. Entre ambos lograron sujetar a Davina por los brazos, jalándola hacia atrás mientras ella luchaba por soltarse.

—¡Déjenme! ¡Quiso matarlo! ¡Ella quería asesinarlo! —gritaba Davina, fuera de sí.

—¡Davina, por favor! —Penny estaba sorprendida, petrificada frente a la escena—. ¡Detente, te lastimarás!

Whitmore la sostuvo con toda su fuerza, temblando.

—Señorita… basta, basta, por favor… —rogó con una voz temblorosa que jamás había usado.

Davina al fin se detuvo, no porque quisiera, sino porque ya no podía avanzar más. El doctor Thompson la sujetaba también, y el jadeo furioso de la joven se mezclaba con la respiración entrecortada del hombre que, hasta ese instante, nunca había perdido la compostura. Mientras tanto, Odette y Colette, aún aturdidas, corrieron a levantar a Amelia. La princesa, maltrecha y sollozando, se aferró a sus doncellas.



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En el texto hay: amor de verano, epocavictoriana, romcom

Editado: 27.11.2025

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