El Valle de las Rosas

Capitulo 46

El silencio que quedó tras la partida de Amelia fue absoluto, casi sofocante. La puerta aún vibraba por el portazo que había dado al salir, y sus pasos —acompañados por los de Odette y Colette— se perdieron por el pasillo como un eco resentido que poco a poco se extinguió. Eldric fue tras ellas sin decir palabra, mirando de reojo a Davina antes de desaparecer también. No era un gesto de cortesía; era para asegurarse de que la princesa no cometiera ninguna locura más antes de abandonar la propiedad. Durante unos segundos, nadie habló. Solo se escuchaba la lluvia golpeando los ventanales, una tormenta vibrante que parecía sincronizarse con los latidos tensos de la habitación. Penny fue la primera en romper el silencio, mirando a Davina con los ojos muy abiertos.

—Dios mío, Davina… —susurró, acercándose con cautela—. Estás empapada. ¿Corriste hasta aquí… bajo esa tormenta?

El agua caía poco a poco desde los mechones de Davina, formando pequeños charcos alrededor de sus botas embarradas. Ella bajó la mirada, aún respirando con dificultad, sin saber bien qué responder. Whitmore, observando su estado con preocupación genuina, hizo una inclinación leve.

—Debemos conseguirle un cambio de ropa de inmediato —dijo con firmeza—. Algo seco. Y mantas calientes. Se enfriará si sigue así.

El doctor Thompson asintió, aunque seguía observando a Davina con una mezcla de incredulidad y alivio.

—Liam —le llamó, poniéndole una mano en el hombro—. Acompáñame. Buscaré unas infusiones y un tónico para evitar que se resfríe. Con este clima y el estado emocional en el que está… sería fácil que enfermara.

Liam miró a Davina con preocupación, como si quisiese decirle algo, pero se limitó a asentir antes de seguir al médico fuera de la habitación. Penny lanzó una última mirada entre Davina y Sirius, como si algo en el ambiente le resultara demasiado íntimo para interrumpirlo.

—Volveré con mantas —prometió, con un tono suave—. No te muevas, Davina.

Whitmore hizo una reverencia leve a Sirius, respetuosa pero cargada de afecto.

—Volveré enseguida, milord.

Uno a uno fueron saliendo, y el sonido de la lluvia llenó nuevamente el espacio. Finalmente, la puerta se cerró detrás del último de ellos. Y entonces quedó solo el silencio… el silencio y el latido compartido de dos corazones que no esperaban volver a encontrarse. Davina, aun temblando ligeramente, se quedó de pie junto a la cama, empapada, lacerada por la tormenta exterior y por la que llevaba dentro. Sirius, recostado sobre la almohada, la miraba con ojos cansados, débiles… pero vivos. Estaban solos. Por primera vez desde que todo se había roto.

Davina lo miró… realmente lo miró por primera vez desde que había irrumpido en la habitación. Su pecho se tensó al encontrarse con la imagen de Sirius recostado bajo las mantas. Se veía débil, sí, y el cansancio marcaba cada línea de su rostro; la palidez le cubría la piel como un mármol imperfecto, y las ojeras hundidas daban la impresión de que llevaba semanas sin dormir. Su cabello negro estaba completamente desordenado, cayendo en mechones húmedos sobre su frente, y sus ojos grises —esos ojos que tantas veces la habían desarmado— estaban agotados, casi opacos por la enfermedad. Pero… no era el cadáver viviente que Penny le había descrito.

No era la sombra moribunda que ella imaginó al escuchar a todos suplicar que fuera a verlo. Estaba enfermo, sí; estaba débil, sí… pero seguía siendo él. Seguía respirando. Seguía vivo. Mucho más vivo de lo que ella esperaba encontrarlo. Incluso sus mejillas habían recuperado un color más vivido, comparado a la ultima vez que lo había visto. Davina tragó saliva, sintiendo que algo dentro de su pecho se rompía y se reconstruía al mismo tiempo. La lluvia golpeaba las ventanas detrás de ella con fuerza, como si quisiera empujarla a hablar. Y fue ella, temblando aún por el frío y por todo lo vivido, quien finalmente rompió el silencio.

—No… —murmuró— no pareces alguien que vaya a morir muy pronto.

Sirius levantó apenas la comisura de los labios en una sonrisa cansada, casi burlona, casi tierna.

—Y tú… —respondió con voz ronca, débil pero cargada de esa ironía suave que ella conocía tan bien— tú sí lo pareces.

Los ojos de Davina se abrieron un poco más, sorprendida por aquel comentario tan impropio del dramatismo del momento. Sirius la observó en silencio unos segundos más, respirando despacio, como si incluso sonreír le costara energía.

—Estás empapada, cubierta de lodo… —continuó él con un suspiro entrecortado—. Y tienes la expresión de alguien que acaba de escapar de un incendio… o de una locura.

Davina parpadeó. La garganta le ardió. Él… aún con el pecho oprimido y el cuerpo frágil, aún después de todo lo que había pasado, se permitía bromear con ella. Sirius no pudo decir nada al verla. Davina estaba completamente empapada, como si hubiera cruzado la tormenta entera solo para llegar hasta él. Su cabello castaño rojizo, normalmente ordenado con esmero, caía suelto en mechones deshechos, pegándose a sus mejillas y su cuello. Del extremo de cada hebra caían gotas frías que formaban pequeños charcos en el suelo de su habitación. Sus ojos azules, que tantas veces habían brillado con determinación, estaban ahora hinchados, cansados, rojos por el llanto o por el viento que la había castigado afuera. Su tez, siempre delicada, lucía aún más pálida de lo habitual, como si la tormenta le hubiera robado el color a la fuerza. Pero lo que más lo golpeó fue su mirada. Desesperada. Derrotada. Rota. Ella parecía más enferma que él, y sin embargo estaba ahí, frente a su cama, temblando.



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En el texto hay: amor de verano, epocavictoriana, romcom

Editado: 27.11.2025

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