Sarah estaba picando los vegetales cuando escuchó la puerta.
—Hola cariño —dijo desde la cocina.
No recibió respuesta. Sarah colocó los vegetales picados en la olla para hervirlos y luego se fue a la sala con un plato de bombones cubiertos de chocolate que ella misma había preparado unas horas antes. Alberto, su marido, estaba en el sofá y se quitaba los zapatos. Sarah le sonrió y volvió a saludarlo.
—Hola cielo.
—Hola Sarah, ¿Ya está lista la cena?
—Va a estar en unos minutos.
—¿Limpiaste la casa?
—Sí. Barrí, trapeé y la ropa se está secando.
—Bien.
Sarah se acercó y le ofreció los bombones.
—Toma. Los preparé para tí.
—Oh, gracias.
—¿Cómo te fue en el trabajo cielo?
—Lo mismo de siempre, esos jodidos burócratas quieren meterse en mi investigación. Creo que pude eludirlos un poco, pero me temo que quieran quitarme el financiamiento.
—Oh, cielito, cuanto lo siento.
—No lo lamentes. Tú no… no… no hay nada que puedas hacer.
Sarah se sentó en el sofá y se recostó sobre el hombro de su esposo. Con una mano le acariciaba el pecho y con la otra le removía el pelo.
—Puedo hacer esto —le dijo Sarah con una risa juguetona, pero Alberto no parecía aliviado, al contrario, parecía más tenso. La apartó y se levantó.
—Me voy a duchar, termina de preparar la cena.
—Está bien —Sarah se sintió ignorada, pero no le contestó nada más.
Mientras Alberto se bañaba, Sarah preparó la mesa y puso a asar un par de filetes de cerdo. Por accidente tiró uno de los platos de porcelana que se hizo añicos al golpear el suelo, Sarah dio un soplido y luego barrió los trozos con la escoba. En las últimas semanas esa clase de cosas le pasaban muy seguido, rompía platos, vasos, floreros y se golpeaba con varios muebles. Sarah se sentía torpe.
Su marido salió de la ducha y fue directo a la mesa para comer. Sarah lo acompañó sentándose al frente de él. Trató de hacerle plática, pero Alberto no parecía con muchas ganas de hablar. Al final terminaron comiendo en total silencio.
Silencio, el último año en eso se había resumido la vida de ellos dos, solo a largos silencios. Sarah reflexionó sobre su vida mientras comía, ya llevaba 5 años casada con Alberto, cuando lo conoció era un hombre guapo, divertido, romántico y muy detallista. Sin mencionar que también alguien muy listo, graduado de ingeniería y con un trabajo muy importante en una compañía de robótica, para Sarah era el hombre perfecto. Se casaron y ella sintió que fue el día más feliz de su vida. Lo amaba y sobre todo se sentía amada por él. Durante los primeros años, Alberto llegaba del trabajo, cansado y fastidiado, y aun así iba casi corriendo a abrazarla y a besarla. Muchas veces le llegaba con un regalo, ya hubiesen sido flores, chocolates, una carta que escribió, cualquier cosa. Sarah se sentía la mujer más especial y querida del mundo. Su vida de cazada había sido mejor de lo que se había imaginado. No obstante, algo había cambiado año y medio atrás.
La pareja decidió tomar unas vacaciones en un pequeño pueblo llamado “Lago Cristal”. Visitaron las calles, los museos y se hospedaron en el gran hotel a las orillas del lago. Pasearon en bote y Sarah por tratar de atrapar un pez se cayó al agua, Alberto estaba a punto de lanzarse para sacarla, pero ella lo detuvo diciendo que estaba bien, afortunadamente siempre fue buena nadadora. Ese día podía recordarlo como si fuera la grabación de una película.
—¿Segura que estás bien? —le había dicho Alberto desde el bote.
—Claro, solo mírame como nado, sabes, mejor salta y ven a nadar conmigo.
—O vamos, amor, sabes que no nado tan bien.
—No seas cobarde, pero si estuviste a punto de saltar para rescatarme.
—Ya, pero, eso era antes.
—Awwwww, eres una ternurita, jajaja.
—Cállate y súbete ya jaja.
Ambos rieron muchísimo ese día, y todos los días que pasaron en Lago Cristal, pero después de ese día, Alberto se fue apagando poco a poco. Sarah se preguntaba varias veces ¿qué pasó?, ¿qué fue lo que cambió?, pero simplemente no sabe darle explicación. Abruptamente, dejó de darle detalles, sus saludos eran más fríos y hasta en un punto comenzó a llamarla solo por su nombre. Sarah aún recuerda las largas y placenteras pláticas que tenían juntos, sobre todo antes de dormir. Él le solía contar todo, le hablaba de su trabajo, de sus problemas, de sus emociones, de todo, pero con el tiempo esa comunicación también se fue apagando.
Alberto llegaba muy temprano del trabajo, cenaban juntos y se iban a dormir. Él solía abrazarla hasta quedarse dormidos. Pero un día como cualquier otro su marido comenzó a llegar más tarde de lo usual, había noches en las que ni siquiera regresaba a casa y cuando lo hacía ya no la abrazaba como antes. La rutina era siempre la misma, él llegaba, se duchaba, cenaba, pasaba un par de horas en el sótano trabajando un poco más, luego se iba a la cama y se dormía, así todos los días.
Sarah se planteó que tal vez para los hombres no era tan importante, pero ella como mujer sí sentía que necesitaba de esas muestras de afecto. Con el paso del último año, Sarah comenzó a sentirse como un mero objeto. Alberto también se había vuelto más controlador, no le dejaba salir de no ser absolutamente necesario, por eso Sarah solo salía cuando su marido no estaba en casa, además de que también le prohibió tajantemente bajar al sótano. Sarah no entendía por qué se convirtió en alguien así. Trató de ser comprensiva, tal vez, ella misma no era tan buena esposa para él. Se imaginó que tal vez había sido su culpa, algo había hecho para apagarle la llama.