Willow Creek, Montana
Annabeth Reed
La nieve cae como si el cielo también estuviera llorando. Cada copo que golpea el parabrisas parece un recordatorio de que todo se está congelando, incluso mi corazón.
Aprieto el volante con fuerza, tanto que los nudillos se me vuelven blancos. No sé si tiemblo por el frío o por la rabia que me arde en el pecho. O por el dolor, ese que me muerde desde adentro, el que no tiene forma ni salida.
Las luces de los faros cortan la oscuridad de la carretera, y en la radio suena una canción que no reconozco. Tal vez es nueva, o tal vez es vieja, pero no importa. No hay sonido que logre tapar el eco de lo que acabo de ver.
A Colton. Su nombre sigue golpeando mi mente, como si repetirlo fuera una forma de castigarme… o de no olvidarlo.
Hace apenas unas horas pensaba que iba a ser el día más feliz de mi vida. Tenía las manos sudadas, el corazón acelerado, y la certeza de que cuando le dijera que estaba embarazada, me abrazaría, se reiría, y juraría que íbamos a salir adelante juntos. Soñaba con verlo sonreír. Con que me levantara del suelo y me hiciera girar entre sus brazos, como en las películas que tanto se burlaba de ver conmigo.
Pero cuando llegué al viejo granero donde solíamos encontrarnos, no lo encontré solo.
La nieve caía despacio, cubriendo el suelo como un manto blanco, y él… él estaba allí, con otra. Su mano en la cintura de ella. Su boca sobre la suya y su sonrisa. Esa misma sonrisa que alguna vez fue mía.
Me quedé paralizada. Sentí cómo todo dentro de mí se rompía en un segundo, como un vidrio estallando. No quise creerlo. Pensé que tal vez era una confusión, que él se apartaría y me diría que no era lo que parecía, mas no lo hizo. Él la besó más lento, más profundo, y supe que no había error. No estaba siendo forzado ni estaba confundido. Estaba eligiendo.
Y no me eligió a mí.
Las lágrimas me nublan la vista mientras conduzco, pero no reduzco la velocidad. El camino es angosto, las curvas cerradas, y la nieve se acumula sobre el asfalto. No me importa. Ya no me importa nada. Quisiera gritar. Quisiera borrarlo todo; sin embargo, recuerdo que tengo a alguien que depende de mí.
El bebé. Mi bebé. Colton todavía no lo sabe y por mí nunca lo sabrá. ¿Cómo podría contárselo ahora, después de ver lo que vi? Después de sentir cómo se me partía el alma viendo sus labios sobre los de otra.
Una punzada atraviesa mi pecho y me cuesta respirar. Me llevo una mano al vientre, lo acaricio con torpeza, como si pudiera proteger la pequeña vida que crece dentro de mí del dolor que siento.
—Todo estará bien, cariño —susurro entre sollozos—. Te lo prometo.
La carretera se vuelve más estrecha. Un destello de luz, una curva que no veo venir, y de pronto el auto patina.
—No… no, no, no —murmuro, girando el volante, pero las ruedas pierden agarre.
El coche derrapa sobre la nieve. El sonido del metal contra el hielo retumba como un trueno. Un golpe seco, el mundo gira y todo se vuelve blanco.
El impacto me lanza hacia delante. El cinturón me corta el pecho. Mi cabeza golpea el volante y, por un segundo, el silencio es absoluto. Solo escucho mi respiración entrecortada, y el pitido sordo en mis oídos. Intento moverme, pero no puedo. El aire huele a gasolina y a miedo.
Al detallar el daño, la veo. Hay una rama gruesa, astillada, atravesando el parabrisas. Y también mi vientre. El dolor llega después, como una ola ardiente que me parte en dos. Intento gritar, pero no sale sonido alguno. Solo un gemido roto. Mis manos tiemblan cuando tocan la sangre, caliente y espesa, que se mezcla con la nieve que entra por la ventana rota. No necesito ser médica para confirmarlo. Solo lo sé.
Mi bebé, mi pequeño. Se ha ido.
El frío me envuelve, pero ya no tiemblo. Siento que mi cuerpo se apaga despacio, como una vela bajo la lluvia. Mis ojos se cierran, y en mi mente veo a Colton sonriendo y lo felices que supuestamente fuimos.
Y mientras la oscuridad me traga, pienso que tal vez el amor verdadero no se destruye. Tal vez solo muere con nosotros.