Willow Creek, Montana
Annabeth Reed
La camioneta parece más pequeña de lo que realmente es. Puede que esté llena de cajas, pero la verdad es que lo que arrastro no es cartón, sino los últimos doce años de mi vida… y todas las decisiones que me trajeron de vuelta.
Miro el vehículo un largo momento, apoyada en la puerta del edificio donde viví por más de una década. Doce años resumidos en unas cuantas maletas y tres cajas apiladas sin orden. Debería tener más cosas, supongo. Libros, ropa, recuerdos. Algo que represente todo el tiempo que pasé lejos de Willow Creek. Pero nunca fui de acumular. Siempre compré solo lo necesario, como si una parte de mí supiera que este no sería mi hogar para siempre. O como si hubiera estado esperando, sin admitirlo, el inevitable día en que tendría que volver.
Trago saliva y suelto un suspiro que se me queda atorado en el pecho.
—Vamos, Annie —me digo—. No te eches para atrás ahora.
Subo a la camioneta, giro la llave y el motor ruge con esa vibración familiar que me acompaña desde que dejé el pueblo. El corazón me late tan fuerte que siento el pulso en las sienes. Es nerviosismo, sí… pero también miedo. Miedo de mirar por el retrovisor y ver aparecer todos los recuerdos que intenté enterrar.
Miedo de volver a ver su sombra en cada rincón.
Aprieto el volante con fuerza, como si pudiera protegerme con las manos. Mi tía-abuela me necesita. Ese pensamiento es mi ancla, mi motor, la razón por la que puedo poner la camioneta en marcha y emprender el viaje. Ella me protegió cuando yo no tenía a nadie. Me sostuvo cuando mi mundo se partió en dos. Ahora me toca devolverle algo de lo que me dio.
El camino se extiende frente a mí, largo y silencioso. La carretera está despejada y el cielo de invierno luce tan gris como lo recuerdo. A medida que avanzo, siento cómo una presión familiar se instala en mi pecho. No pasa nada fuera de lo normal: no hay demoras, no hay tormenta, no hay nada que me impida seguir… salvo mi propia cabeza, que insiste en arrastrarme a los rincones del pasado.
La vista de las montañas nevadas provoca un vuelco en mi estómago. Ya estoy cerca, demasiado cerca.
Cuando por fin veo el cartel de bienvenida, tengo que parpadear varias veces para evitar que la emoción me nuble la visión.
—Respira… —susurro, aunque sé que no funciona.
La nostalgia me golpea antes incluso de cruzar el límite del pueblo. Las calles, el olor de la nieve, las casas de madera con luces cálidas encendidas aun a mitad del día. Nada ha cambiado tanto como creí. Y eso, para mi infortuna, hace que todo duela el doble.
Aquí viví los mejores años de mi vida, aquí supe lo que era amar y también lo perdí todo. Un nudo se me forma en la garganta. No pienso en él, pero aun así lo recuerdo. La memoria tiene esa costumbre cruel.
Acelero un poco, deseando llegar rápido a la casa de mi tía-abuela para evitar toparme con miradas indiscretas o fantasmas que no estoy lista para enfrentar.
El camino hacia el rancho se siente eterno y, al mismo tiempo, demasiado corto. Las cercas blancas, el molino viejo, el árbol que trepaba de niña… Todo sigue ahí, inmóvil, esperando. Mas no yo, yo cambié. Me transformé en alguien más dura, más fuerte, más preparada para resistir. Al menos eso intento creer.
Cuando por fin doblo hacia la entrada del rancho, veo la casa al final del camino. La pintura está un poco más desgastada, pero sigue siendo la misma casa de madera con su porche amplio y sus macetas torcidas. Mi corazón se aprieta porque se siente como mi hogar. Siempre lo fue.
Estaciono la camioneta y, apenas apago el motor, la puerta principal se abre. Mostrándome un rostro que llevaba años sin ver. Mi tía-abuela Mabel sale al porche con paso firme, aunque sé que le duelen las rodillas. Lleva su inseparable camisa de cuadros, jeans viejos y su sombrero vaquero encajado en la cabeza como si fuera parte de ella. Sus manos, nudosas pero fuertes, se apoyan en las caderas mientras me observa bajar del vehículo.
La emoción me revienta por dentro antes de que pueda contenerla.
—¡Mabel! —exclamo con la voz temblorosa.
No espero ni un segundo. Cierro la puerta de la camioneta y corro hacia ella. Cuando al fin la alcanzo, me lanzo a sus brazos. La mujer, que parece frágil, me sostiene con más firmeza de la que esperaba. Huele a madera, a tierra, a hogar. Se aferra a mí como si hubiera pasado un siglo desde la última vez que me abrazó. Y quizá para las dos, así fue.
—Bienvenida a casa, mi niña —murmura contra mi cabello.
Sus palabras rompen algo dentro de mí. Las lágrimas, contenidas demasiado tiempo, brotan sin permiso. Siento su mano acariciarme la espalda con esos movimientos lentos y seguros que siempre me tranquilizaban de niña.
—Te extrañé tanto… —susurro, incapaz de contener el llanto.
—Y yo a ti, Annabeth —responde ella, separándose solo lo suficiente para mirarme el rostro—. Mira cómo has crecido… cómo has cambiado… pero sigues siendo mi niña.
Me limpia una lágrima con los dedos ásperos, y su sonrisa cálida me derrite el corazón endurecido. En ese instante, siento que puedo respirar, pero, al mismo tiempo, una punzada fría me recorre cuando pienso en lo que me espera más allá de estas tierras. En lo que aún late en las sombras del pueblo y en quien no quiero ver nunca más.