El vaquero que rompió mi corazón

Capítulo II: ¿Dejará de doler?

Willow Creek, Montana
Annabeth Reed

La celda es fría, silenciosa y… demasiado pequeña para contener mi paciencia. O mejor dicho: demasiado pequeña para contener a Colton Hayes. Estoy en una esquina con los brazos cruzados y respirando por la nariz como si fuera un toro a punto de embestir. Él está en la esquina opuesta, sentado con las piernas estiradas y los brazos apoyados detrás de la cabeza como si estuviera de vacaciones en la playa.

Entonces empieza a silbar. Él. Silba. Como si nada. Como si no fuéramos dos adultos arrestados por gritar como locos en un estacionamiento.

—¿Puedes dejar de hacer ruido? —le digo entre dientes.

—¿Cuál ruido? —pregunta, abriendo un ojo—. Estoy disfrutando del ambiente. Muy acogedor.

—Te juro que si te acercas un centímetro…

—Tranquila, vaquera. No voy a morderte. A menos que tú quieras, claro.

Cierro los puños. Voy a arremeter contra él. Aquí y ahora. Y que me encierren por algo que realmente valga la pena. Él resopla con diversión y cambia de postura.

—Pensé que tardarías más en volver —dice como quien habla del clima—. Pero supongo que la vida de ciudad no era tan divertida. Abandonar a tu familia debe ser agotador.

El impacto no es físico, pero duele más. Me llega directo al estómago, a la culpa, a los años que pasé intentando sentirme en paz con mi decisión. Y me lleva a explotar.

—¡Tú no sabes nada, Colton! ¡Nada! —le grito, dando un paso hacia él—. No te metas en mi vida, ¿quieres? No tienes idea de por qué me fui ni de lo que dejé atrás.

Por un instante, veo algo distinto en su mirada. Dolor, tal vez. O arrepentimiento. Pero desaparece antes de que pueda analizarlo.

—Solo dije lo que todos piensan —murmura—. No tienes por qué ponerte así.

—Pues ya lo hice. Y lo repetiré las veces que haga falta: no te metas en lo que no entiendes.

Él va a responder, lo sé, porque su boca se abre y su ceja se arquea en ese gesto insoportable que tiene cuando está a punto de soltar una tontería. Pero antes de que pueda hacerlo, escucho la voz más inesperada.

—¿Se puede saber qué diantres están haciendo?

Me quedo congelada. ¡Oh, no! No puede ser. Es Mabel.

Mi tía-abuela está del otro lado de los barrotes, con las manos en la cintura; la postura que tiene la hace ver como si fuera la sheriff del pueblo. El oficial a su lado parece avergonzado, lo cual tiene sentido: Mabel intimida más que la mitad del departamento de policía.

—¿En serio? —continúa ella—. Dos adultos hechos y derechos comportándose como niños de cinco años. ¿Para esto los criaron? Saben que aquí no se aceptan alborotos; deberían estar avergonzados.

—Lo siento, Mabel —murmuro, mirando el suelo.

—Sí, señora —dice Colton, que ahora parece un niño atrapado robando galletas.

Y para mi sorpresa… ¿Se sonroja? ¿De verdad? ¿Colton Hayes, el arrogante, el altanero, sonrojándose por una mujer de setenta y cinco años? Me dan ganas de reír, pero también me dan ganas de golpearlo, así que mejor me contengo.

El oficial abre la celda. Mabel ni siquiera le agradece; solo hace un gesto con la mano como si dirigiera a dos becerros rebeldes.

—No se preocupe, oficial —le dice con tono firme—. Yo me encargo de que estos dos se comporten. No volverá a pasar.

«No hagas esas promesas, Mabel», pienso.

Colton sale primero, pasándose una mano por el cabello. Cuando pasa junto a Mabel, baja la cabeza y dice:

—Cuídese, Mabel. Me alegra verla bien.

Ella sonríe, dulce como la miel. A mí jamás me sonríe así cuando hago algo mal.

A mí, en cambio, Colton me da una de sus sonrisas engreídas. Una que dice: «¿Lo viste? Todavía encanto a tu familia». Me arde la sangre, pero respiro hondo y camino hacia la salida antes de gritar.

Cuando llegamos al estacionamiento, Mabel se gira hacia mí, apoyando sus manos en la cadera.

—¿Qué fue eso, Annabeth? ¿Desde cuándo te detienen por escándalos públicos?

—Fue culpa de él —señalo a Colton, que se aleja hacia su camioneta como si desfilara por una pasarela.

—Claro que sí —responde Mabel, rodando los ojos—. Y también es culpa de la luna.

—Te aseguro que él empezó…

—Ya, ya, cállate. Interrumpiste mi siesta. Eso es mil veces peor que cualquier tontería que Colton haya dicho.

Cierro la boca. Porque sí, cuando Mabel dice «cállate», es hora de callar.

Subimos a la camioneta. La anciana se acomoda en el asiento del copiloto, cruza los brazos y mira al frente con expresión de que hablaremos de esto más tarde. Yo arranco sin decir una palabra.

El silencio se instala entre nosotras. Un silencio pesado, incómodo… y un poco gracioso porque Mabel sigue resoplando cada treinta segundos como si quisiera asegurarse de que sé que está enfadada.

Conduzco hacia el rancho tragándome mis palabras y mi orgullo, mientras mi tía-abuela, la mujer más temible de Willow Creek, espera a mi lado como un juez que decidirá mi sentencia. Y claro, todo por culpa de Colton Hayes.




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