Willow Creek, Montana
Annabeth Reed
A la mañana siguiente me despierto antes de que salga el sol, más por costumbre adquirida en la ciudad que por energía real. Apenas dormí, todavía siento los ojos hinchados, pero tengo una determinación nueva que no pienso dejar evaporarse: mantener mi mente ocupada. Trabajar y hacer algo útil. Algo que no sea quedarme quieta pensando en todos los fantasmas que regresaron conmigo.
Me pongo una camisa gruesa, jeans viejos y botas de trabajo. Al salir de la casa, el aire cortante del amanecer me golpea en la cara y me despeja mejor que cualquier café. Los campos se extienden ante mí como un mar dorado apagado por el hielo. El trigo de invierno de Mabel, ese del que siempre se expresó con orgullo, se balancea apenas bajo una capa delgada de escarcha, resistente como la anciana misma. Recuerdo lo que ella me contó tantas veces: sembrado en otoño, dormido bajo el invierno, esperando despertar con la primavera. Una metáfora que probablemente ella veía venir de lejos para enseñarme algo. Una metáfora que yo ignoré por años.
Busco al capataz y lo encuentro al lado del granero, revisando una lista demasiado larga para la hora que es. Me sorprende lo joven que parece comparado con mi recuerdo infantil de él, pero el tiempo también les roba rigidez hasta a los capataces. Le explico que quiero saber en qué estado están las labores y él, aunque parece algo escéptico de que yo vaya a ensuciarme las manos, me guía por todo lo que necesitan hacer. Las tareas no son novedad; no he vivido en un rancho en más de una década, pero Mabel jamás permitió que yo creciera sin saber cómo funcionaban las tierras.
Y aunque nunca fui experta, recuerdo bien las bases: mantener los residuos de cosecha para evitar la erosión, proteger la humedad, revisar coronas y raíces que puedan estar dañadas por ratones de campo que nunca descansan, limitar el tránsito de maquinaria para no destrozar el suelo congelado, y hacer una gestión cuidadosa de la nieve para evitar acumulaciones peligrosas.
Así que me meto de lleno. Camino con ellos, inspecciono plantas, aparto nieve congelada con una paleta, reviso bordes donde las raíces podrían haber sufrido. Las manos se me entumecen, la espalda me duele y el viento frío corta mi piel, pero por primera vez en mucho tiempo siento que estoy haciendo algo que me mantiene presente, que me obliga a pensar en el ahora y no en el ayer.
Sin embargo, hay algo que también me mantiene presente: los murmullos.
Los escucho desde que puse un pie en el campo. Los veo mirarme de reojo, cuchichear entre ellos, fingir que trabajan cuando les paso cerca. Sé que no lo hacen con mala intención, pero ya basta. Son horas escuchando pequeños fragmentos: «¿Será ella…?», «¿Por qué regresó?», «Dicen que se fue de un día para otro…». Todo dicho en susurros torpes que creen que no puedo oír. Que creen que no me importan. Pero me importan. Y me hartan.
Al final, cuando uno de ellos vuelve a mirar por encima del hombro, decido que ya tuve suficiente.
—¡Ya! —grito, dejando caer el rastrillo en la nieve con un golpe seco—. ¡Si van a hablar de mí, por lo menos háganlo de frente!
Todos se quedan congelados, como si hubiera detenido el mundo. Me miran con los ojos abiertos, las manos quietas y el aire retenido. No pensé demasiado la frase, simplemente la escupí como si llevara guardándola años. Tal vez sí la llevaba acumulada. Quizás todo en mí está acumulado.
—¿Quieren saber algo? —continuo, caminando hacia ellos con las manos en las caderas—. ¡Pregunten! Estoy aquí, no muerdo. Pero si siguen murmurando a mis espaldas, me voy a cansar muy rápido.
A uno de ellos se le escapa una risa nerviosa. Otro se quita el sombrero. Finalmente, el más viejo se aclara la garganta y habla:
—Bueno… ¿Por qué volvió?
Doy un respiro largo. Esa es fácil. —Por Mabel. Me necesita.
Algunos asienten, satisfechos. Otro levanta la mano como si estuviera en la escuela.
—¿Y por qué se fue?
Mi estómago se aprieta, pero mantengo la voz firme.
—Motivos personales —respondo, sin adornos—. Suficientes como para necesitar alejarme. Pero no importa ya.
Los hombres se intercambian miradas, procesando la respuesta. Entonces alguien pregunta:
—¿Y se va a quedar? ¿O es temporal?
—Me quedo —digo sin dudar, porque decirlo en voz alta también me ayuda a creerlo—. Así que acostúmbrense. Y si quieren saber algo más, pregúntenme directo. No soy un fantasma ni un mito. No necesito que chismoseen como si no tuviera oídos.
Los trabajadores se miran entre sí, luego asienten casi al unísono, con un respeto nuevo en sus gestos. Uno incluso sonríe.
Después de eso, el ambiente cambia. Deja de ser tenso y se vuelve práctico, normal. Retoman el trabajo sin tantas miradas furtivas. Yo vuelvo a mis tareas, agradecida de que el silencio ahora sea solo silencio y no cuchicheos.
Seguimos así hasta el mediodía, cuando el frío ya no alcanza a amortiguar el cansancio de las horas pasadas. Mis manos están rojas, mis piernas entumecidas y mi cabello huele a tierra húmeda. Pero mi mente… está tranquila. Agotada, sí, pero tranquila. A pesar del invierno, siento que algo en mí empieza, apenas, a descongelarse.