Willow Creek, Montana
Annabeth Reed
Entro a la casa con el corazón golpeando tan fuerte dentro del pecho que siento que me va a partir las costillas. La puerta se estrella contra la pared cuando la abro y ni siquiera me detengo a cerrarla con cuidado.
—¡Mabel! —grito, sintiendo cómo la rabia y el dolor se mezclan en mi garganta hasta volverla áspera.
La anciana aparece desde la cocina, secándose las manos en un paño, con esa expresión de fastidio que usa cuando la interrumpo de alguna tarea que considera más importante.
—¿Qué es ese escándalo, niña? —reclama, frunciendo el ceño—. Vas a hacer que me dé un infarto.
Camino hacia ella a grandes zancadas, sintiendo el temblor en mis manos.
—¿Por qué no me lo dijiste? —escupo, sin poder contenerme—. ¿Por qué no me dijiste que Colton vive en el rancho de al lado? ¿Y que tiene un hijo? ¿Por qué, Mabel?
Ella me mira como si yo fuera una adolescente que patalea porque le cambiaron la contraseña del wifi, como si mi dolor fuera una pataleta pasajera. Esa mirada, esa calma irritante, me prende fuego por dentro.
—Annabeth… —comienza, como si fuera a recitar un sermón.
—¡No! —la interrumpo, sintiendo cómo la voz se me quiebra sin mi permiso—. No voy a dejar que me hables como si fuera una niña tonta. ¡Dime por qué! ¿Por qué lo defiendes tanto? ¿Por qué actúas como si él no hubiera hecho nada? ¿Como si todo fuera tan simple?
Mabel aprieta la mandíbula, pero no responde y ese silencio me daña. El recuerdo llega tan rápido que me deja sin aire: el asfalto frío, la oscuridad y el dolor. El llanto ahogado y los brazos de Mabel envolviéndome mientras yo creía que me moría.
—Tú me encontraste en la carretera —digo, y la voz ya no sale furiosa, sino desgarrada—. Tú me levantaste del piso al que me había tirado para arrastrarme. ¿Te acuerdas? ¡Porque yo sí!
Mis manos tiemblan y las cierro en puños a los lados del cuerpo.
—Fuiste tú quien me subió al camión. Fuiste tú quien decidió llevarme al hospital del pueblo de al lado. ¡A cuarenta minutos, Mabel!
Ella baja la mirada, pero todavía no dice nada.
—Si me hubieras llevado al hospital de Willow Creek… —Me detengo, tragando, sintiendo que el mundo entero se me oprime en el pecho—. Si me hubieras llevado ahí… tal vez podrían haber hecho algo.
Mi voz se vuelve un susurro, como si el aire ya no me perteneciera.
—Tal vez mi bebé… tal vez él…
No puedo terminar la frase. El dolor es demasiado grande, demasiado vivo, demasiado presente, aunque hayan pasado años. Finalmente, Mabel respira hondo, como si cargar con lo que va a decir le pesara.
—Eso no es justo, Annabeth —responde en voz baja—. Yo hice lo que pensé mejor en ese momento. Tuve miedo, mucho miedo. No quería que nadie del pueblo… que nadie que conocieras… te viera así. Te estaba desangrando; no sabía cuánto tiempo tenías. Hice lo que pude.
—Lo que decidiste —la corrijo, con un nudo en la garganta—. Lo que tú pensaste mejor. No lo que era mejor para él.
Mabel parpadea, herida, pero no retrocede.
—El bebé… —Su voz se suaviza, casi se rompe—. Annabeth, cariño… no había nada que hacer. Ni en Willow Creek, ni en el hospital al que te llevé. No hubiera sobrevivido a una cirugía. Ningún médico habría podido salvarlo.
Es un golpe más. Uno que siento en las costillas, en la espalda, en el alma. Yo sé que dice la verdad. Lo sé. El médico también lo dijo. Lo dijeron todos. Pero no importa cuántas veces lo escuche, nunca deja de doler como si fuera la primera. Me cubro la boca con una mano, intentando contener un sollozo que igual se me escapa.
—Entonces, ¿por qué duele tanto? —pregunto, sin esperarlo, sin planearlo, solo dejando que las palabras me corten al salir—. ¿Por qué duele como si hubiera sido ayer?
Mabel me mira con una mezcla de tristeza y culpa. Y yo… yo siento que me hundo. Que toda la fuerza que he fingido tener desde que regresé se desmorona de una sola vez.
Ella da un paso hacia mí, pero yo retrocedo. Necesito aire y espacio. Necesito no ver el rostro de la mujer que estuvo conmigo en mi peor momento, que me ama… pero que también carga la decisión que me atormenta desde entonces.
—No debiste ocultármelo —susurro, con la voz hecha trizas—. Ninguna de las dos cosas.
Y sin esperar respuesta, sin mirarla de nuevo, me doy la vuelta y subo las escaleras a mi habitación, sintiendo que cada peldaño retumba como un latido herido.
***
Me quedo en mi habitación por el resto de la tarde, sentada contra la pared, abrazando mis rodillas mientras el silencio se hace tan grande que parece tragarse todo a su paso. Mis ojos ya no lloran, pero arden como si quisieran hacerlo. No sé cuánto tiempo pasa hasta que escucho pasos lentos en el pasillo. La puerta se abre y el olor a sopa caliente llega antes que Mabel.
—Te traje algo de comer —anuncia en voz baja.
No le respondo. No porque esté molesta todavía… sino porque no confío en mi voz.
Mabel deja la bandeja en la mesita y se sienta a mi lado en la cama. Me sorprende que no diga nada de inmediato. Simplemente, apoya su mano en mi cabeza, entrelaza sus dedos con mi cabello y empieza a acariciarlo con movimientos lentos, constantes. Lo hacía cuando era niña, cuando despertaba llorando por pesadillas que ya ni recuerdo. El gesto me desarma.