Willow Creek, Montana
Annabeth Reed
Me miro en el espejo y trato de sonreír. El reflejo intenta corresponderme, pero lo único que consigo es una mueca tensa, como si mis labios estuvieran demasiado oxidados para recordar cómo se hacía. La sonrisa se ve forzada… ajena… casi triste. Me pregunto cuándo fue la última vez que sonreí de verdad, de esas sonrisas que nacen en el pecho y se te escapan sin permiso. Tal vez hace una vida entera.
Aun así, lo intento de nuevo. Una vez. Dos. Tres. Al final, me rindo y resoplo, empujando el cabello hacia atrás, tratando de parecer más segura de lo que estoy.
Anoche, en un impulso que todavía no entiendo del todo, me creé un perfil en una aplicación de citas. No sé si fue la charla con Mabel, el cansancio de sentirme siempre rota o la necesidad desesperada de sentir algo… lo que sea. Pero ahí está el perfil. Y ahora, después de respirar hondo, me tomo una foto.
No es perfecta. Ni siquiera es buena, pero soy yo. La subo antes de arrepentirme y apago la pantalla como si me hubiera quemado los dedos. Qué vergüenza; sin embargo, es liberador y extraño.
Bajo a la cocina con una sensación de liviandad nueva, casi sospechosa. Preparo café, tuesto pan y me sirvo el desayuno. Hoy no hay mucho que hacer en el rancho, así que planeo tomarme el día con calma. Quizá caminar por el pueblo, incluso si me topo con miradas indiscretas.
Mientras mastico, desbloqueo el teléfono y comienzo a deslizar entre los perfiles. El primero es un hombre con cara de no haber dormido en un año. Paso. El segundo parece estar en el sótano de la casa de su madre. Paso. El tercero posa con una iguana en el hombro. Paso con más rapidez aún.
De pronto, escucho una voz muy cerca, demasiado cerca, decir:
—Pues este está guapo.
Casi salto de la silla.
—¡Mabel! —me llevo la mano al pecho—. ¿Puedes hacer ruido cuando entras? ¿O al menos toser? ¿Algo?
—¿Y espantarte la diversión? —responde con total desfachatez, arrastrando una silla para sentarse a mi lado—. A ver. Enséñame más.
Me froto la frente.
—No es… no estoy… —Me rindo—. Está bien.
Ella se inclina, sus ojos brillando como si esto fuera más emocionante que el rodeo anual. Comienzo a deslizar, comentando a regañadientes los perfiles.
—Este parece un pusilánime. —dice—. Este vive con su madre… Este… ¿Por qué se tomaría una foto así? ¿Está en un baño público? Este definitivamente no sabe lo que es lavar una camisa.
Mabel asiente a todas mis críticas, llevándose incluso una mano al mentón para analizar mejor.
—Sí, no. Tampoco. Ni lo sueñes. ¿Ese tiene un pez muerto en la mano? ¿Por qué hacen eso? —resopla—. Los hombres son un misterio.
Luego aparece uno… decente. Normal. Bien parecido, con ojos amables y una sonrisa que no parece peligrosa.
—Este está bien —murmuro, más para mí que para ella.
—Pues escríbele —ordena Mabel, como si estuviera diciendo que barra el porche.
—No estoy segura…
Pero no termino la frase. Mabel es sorpresivamente veloz para alguien con dolores en las manos. Me arrebata el celular de las manos y, antes de que siquiera pueda reaccionar, sus dedos vuelan por la pantalla.
Su ojo brilla con picardía.
—Listo —dice, regresándome el teléfono con satisfacción absoluta.
—¿Qué hiciste? —pregunto, horrorizada.
—Lo que tenías que hacer tú hace rato —replica, poniéndose de pie—. Lo invité a salir. En tu nombre, obviamente. Ya me darás las gracias cuando estés enamorada y casada.
—¡Mabel! —exclamo, pero ella ya va saliendo de la cocina como si nada.
—No te oigo —canta la anciana—. Estoy muy ocupada siendo una maravilla.
Me quedo mirando el teléfono con el corazón desbocado. Una notificación aparece de inmediato.
Andrew: Hola, Annabeth. Me encantaría salir contigo. ¿Te parece mañana?
Me cubro la cara con ambas manos. Rayos, tengo una cita. Respiro hondo, intentando procesarlo todo. Y aunque estoy aterrada… una pequeña chispa se enciende dentro de mí. Tal vez… solo tal vez… puedo empezar a vivir de nuevo.
+++
Me abrazo a mí misma mientras saboreo el helado, el frío haciéndome cosquillas heladas en los labios. Sé que es invierno y que parezco la turista confundida que nunca fui, pero me gusta esta sensación de pequeñez frente al clima. Me gusta sentirme viva, aunque sea por contraste. Frente a mí, un par de niños se persiguen dejando sus huellas diminutas en los montoncitos de nieve vieja. Sus voces agudas cruzan el parque como campanitas y, por un instante, me siento… bien. No plena, no completamente feliz, pero sí algo tibia por dentro. Algo que llevaba mucho tiempo sin sentir.
Estoy terminando mi helado cuando el aire cambia. No es que yo lo decida, no es que me prepare; solo lo siento. Ese leve tirón en la base del estómago, esa corriente que me recorre la espalda como si alguien hubiera encendido un interruptor que solo conoce un dueño. No necesito voltear porque él ya está ahí. Colton se sienta a mi lado como si su presencia fuera parte natural del paisaje, como si la banca estuviera esperándolo.